A raíz del renovado abuso de los servicios de inteligencia del ejército contra periodistas, políticos e incluso de quien fuera secretario general del presidente Duque, ojalá las consuetudinarias violaciones no terminen como siempre lo han hecho, en punta. En punta porque a base de palabrería, de que estamos obrando en lo administrativo, mientras otros lo adelantan en lo institucional y el resto se desbrevan en lo judicial, finalmente no pasa nada.
O sí pasa. Ante la prueba periodística y no existir posibilidades de argumento en contra, deciden mandar a colgar el uniforme a unos cuantos como prueba explícita de que han pecado, y que no lo hacen por la publicación sino porque desde hace tiempos los servicios de inteligencia o contra inteligencia, que son los que, según los protocolos, se empeñan en burlar las reglas, los tenían en la mira.
La pregunta de muchas de las víctimas y la generalidad de la gente es por qué, después de tantos casos en evidencia con consecuencias en la vida realmente deplorables, no se ha logrado jamás que aquellas ruedas sueltas -término para enturbiar el panorama- hayan entrado en razón, y sus superiores supieran lo que estaban haciendo y lo hubieran desautorizado a tiempo.
No parece totalmente objetivo enrostrarle toda la culpa a las Fuerzas Armadas y comerse el cuento de que se trata de unas manzanas podridas mientras el resto gozan de excelsas virtudes, cuando el ejército, descubierto en acciones criminales o de corrupción, recurre al mismo expediente para lavarle la cara a una institución con vistas a mantener el respaldo de una población ingenua a la que se debe, objetivo que encuestadoras y medios de información acríticamente se encargan de consolidar cada vez que es necesario.
En reciente artículo para rememorar el 30 aniversario del asesinato de Carlos Pizarro Leongómez, el periódico El Tiempo refiere como una de las hipótesis de dónde salió la orden para asesinar al comandante desmovilizado del M-19, es que aquella se originó de una reunión de notables adelantada en la terraza del Hotel Nutibara de Medellín, a la que asistieron por lo menos 8 personas entre empresarios, industriales, políticos, altos oficiales de las Fuerzas Armadas y miembros del clero.
Y no menos concluyente para comprobar esta forma criminal de proceder, de toda la vida, en lo que terminó siendo Colombia, es cómo, en la muerte del Mariscal Francisco José de Sucre en 1830, la orden de su asesinato se haya generado en una casa de la Bogotá de entonces, propiedad de un industrial antioqueño, con destino a generales muy ranqueados de entonces para que en las montañas de Berruecos y por interpuestas personas -todas muertas inmediatamente en extrañas circunstancias- le causaran la muerte.
Y que lo mismo ha sucedido en otros casos de eliminación de otros dirigentes de izquierda, hechos que confirman la existencia desde siempre de la llamada mano negra, que, por supuesto, no se limita a estos integrantes de postín sino que tradicionalmente y con el consentimiento obligado y prolongado por parte del Estado, ha logrado copar dependencias e instituciones para que sus órdenes criminales se preparen y lleven a cabo en cualquier época y en todo el territorio nacional.
Imperdonable ante la ley la actitud de notables -¿notables?- que por virtud de ideas irracionales, o de poder y riqueza han perdido los vínculos morales que los debieran unir a su patria y conciudadanos. Pero duele en el alma que a estas mismas reuniones hayan asistido para dar su aceptación altos miembros castrenses que han jurado velar por la seguridad y vida de todos los ciudadanos, y desconcierta, hasta enardecer la cordura extrema, la posición de los prelados católicos -porque no son curas de misa y olla- que en nombre de Dios y de su hijo, Jesucristo, dan la bendición para que se amenacen, desaparezcan o masacren a los líderes y al pueblo del que se presentan como pastores.
Y está bien claro que en este manejo perverso, las fuerzas militares y de policía ocupen lugar excepcional, a cargo esperamos de los menos virtuosos, mientras en las demás instituciones se cuenta con fichas claves para que aquellas se cumplan como sucedió con el Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC) de las épocas de la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla hasta el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) del general Miguel Maza Márquez hace algunos años, liquidado cuando sus exabruptos no se pudieron ocultar más.
Ojalá esta vez se llegue a los descarriados patricios, sin duda objeto de una primacía inmerecida, que han alimentado por largo tiempo un estado de cosas inmoral, cuyos efectos demoledores se ven reflejados en todos los campos de la actividad nacional, hasta el extremo de pensarnos, en el corto recorrido de dos siglos, inviables como resultado de su total descomposición.