Esta es una adaptación libre de una diatriba al aire: ¿Sabe qué es lo malo, señora Dávila? Que me parece que usted está muy sobradora. Me parece que está en una pésima actitud. Y que esa no puede ser su actitud porque, resulta, que usted es un personaje público y, a usted, le pagan para que la escuchen montones de colombianos. Usted no puede salir con esa payasada que está saliéndonos allá, en LA F.m.
El párrafo original dice textualmente: “¿Sabe qué es lo malo, doctor Lenis? Que me parece que usted está muy sobrador. Me parece que está en una pésima actitud. Y que esa no puede ser su actitud porque, resulta, que usted es un funcionario público y, a usted, le pagan con los dineros de todos los colombianos. Usted no puede salir con esa payasada que está saliéndome aquí en LA F.m.”. Y salió, como una ráfaga de los micrófonos de LA F.m., cuando Vicky Dávila, su directora, puso contra la pared a Gustavo Alberto Lenis, director de la Aerocivil. En una entrevista penosa desde la primera pregunta, por aquello de que importan menos las ofensas que el tonito. Y el de Vicky Dávila, ese día, era de pellizco. (La expresión es de mi mamá).
El jueves pasado, con razón, estaban furiosos los pasajeros madrugadores que de Bogotá se dirigían a Manizales y tuvieron que aterrizar en Pereira por cuenta de la irresponsabilidad de un controlador aéreo del aeropuerto La Nubia. La entrevista con un funcionario de Aerocivil —talvez su director no era el adecuado para hablar de un acto aislado de indisciplina laboral— estaba servida para el día después. El caso es que, por la razón que fuera, Lenis fue quien pasó al teléfono, a balbucear casi igual a como lo hubiéramos hecho usted y yo que del tema no sabemos nada. “No tengo ni idea, yo soy nuevo aquí”. Se le abona, sí, que rechazó el incidente, que prefirió dejar en evidencia su bisoñada antes que calmar los ánimos a punta de mentiras y que intentó explicar varias veces que el avión no había corrido ningún peligro. Tarde. La ira santa en la cabina ya tenía fuerza de mortero.
“Esa sí es una respuesta muy absurda, doctor Lenis, cómo nos va a decir que no sabe. Usted es el director de la Aeronáutica. A quién le preguntamos… ¿A mi mamá?”. “Pues sí, si quiere pregúntele a su mamá, me parece bien”. Esclarecedor para los oyentes este diálogo, ¿no? Con una advertencia: la responsabilidad de que el mismo se saliera de madre no era del director de la Aeronáutica. Él reaccionó con brío a los banderillazos de la conductora: “Pues queda muy claro qué clase de persona y qué clase de funcionario es usted, aquí”. La única salida que le dejó Vicky a Lenis fue el grito vagabundo que pegó: “A mí me respeta. ¡Abusiva!” Lamentable radionovela.
No se trata de lapidar con palabras a Vicky Dávila como intentó hacerlo ella con Gustavo Lenis y como han hecho con ella foristas energúmenos que, a falta de argumentos, disienten con insultos. Ni de poner en tela de juicio las condiciones profesionales con las que ha sobresalido y ha logrado mantenerse vigente, ayudada, eso sí, por su cercanía con el poder; los gobiernos de turno son siempre sus mejores amigos. De ella y de casi todos los integrantes del combo de las estrellas que se mueve en alfombras rojas por el perímetro de los grandes medios capitalinos. Ni se trata, tampoco, de satanizar esos grandes medios. No. Se trata de señalar cuán vanidoso, insolente e irrespetuoso (o al revés: complaciente, amiguero y lambón, qué jartera) puede ser el comportamiento de una persona que se ha tragado el cuento de que un micrófono es un arma frente a la cual nadie puede negarse a levantar las manos. El síndrome del periodismo prepotente por sobre el incisivo. La gente lo nota y, a su manera, lo rechaza; no es sino dar un vueltón por las redes sociales para comprobarlo. Así que dueños transitorios del micrófono: ¡pilas!
COPETE DE CREMA: No conozco ni a Dávila ni a Lenis; no quiero trabajar ni en LA F.m. ni en Aerocivil; me producen escozor los roscones y los emperadores; suelo escuchar La W en las primeras horas porque me gustan el formato, la música, las soluciones, el sentido de actualidad y algunas entrevistas (la calcomanía y el Julito-no-me-cuelgue, no, gracias); y suelo escuchar La Luciérnaga en el atardecer —si falta Hernán Peláez, chao— porque me informa un poco y me hace reír mucho. No podría sobrevivir, creo, sin periódicos, revistas, televisión, radio…, aunque sienta con mayor frecuencia de la que quisiera, vergüenza de profesión. Será porque pienso que con dejar las armas y desarmar los espíritus no es suficiente para reconciliarnos; hay que desactivar, entre otros, el gatillo de los micrófonos. Puede que Vicky piense lo contrario, está en su derecho. O tuvo un mal momento…