Los mejores días del amor
Opinión

Los mejores días del amor

Con facilidad confundimos los primeros días del amor con los mejores días del amor

Por:
diciembre 12, 2017
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Cuando Auguste vio a Camille supo que no podría olvidarla jamás. La menuda mujer de ojos azules ardía de franqueza y voluntad, mientras caminaba entre las obras desperdigadas en el taller del escultor. Ella, dieciocho años menor, con su acento del campo francés, lo sorprendió al confesarle que no tenía virtudes favoritas pues todas le parecían aburridas. A su corta edad ya se perfilaba como una promisoria artista en la convulsionada París de finales del siglo diecinueve. Había escogido a Auguste como su mentor e inspiración. Atravesado por el rayo de la vanidad, Auguste sintió la necesidad de retenerla, de hacerla suya. Camille se negó y prefirió concentrarse en su labor de asistente del maestro. Con el tiempo el escultor de cuarenta y dos años finalmente la convenció. Cayeron al vacío enamorados mientras temblaban y se prometían que el tiempo se detendría ante ellos, sumiso. Víctima de ensoñaciones e impulsos de juventud que creyó haber perdido para siempre, Auguste esculpiría una de sus mayores obras: El Beso.

Beuret, la compañera incansable de Auguste ya acostumbrada a los devaneos del corazón del escultor y sorprendida por el efecto sísmico que en él causaba Camille, decidió interponerse. Los años al lado del artista, ahora convertido en el personaje más celebrado de Francia, traían consigo un peso inexorable: la experiencia. Peso que por la efervescencia de los amantes pareció no bastar, tanto así que Beuret incluso llegó a amenazar a la joven amante apuntándole con una escopeta ante su mirada inmadura, vidriosa y espía. A Camille no le importó. Meses atrás Auguste le había prometido que dejaría atrás a Beuret. Nunca lo hizo. Defraudado, el sentir de Camille no dejaba de pulsar. Se distrajo castigándose a sí misma con conversaciones que nunca se tuvieron y decisiones que nunca se tomaron. Se sintió arder por dentro mientras observaba a Auguste satisfecho del amor de las dos mujeres. Encendida Camille se volcó en el arte, solitaria y determinada, y durante cuatro años creó la venganza justa: una vibrante escultura que representaba a un hombre viejo y desvalido, quien era amputado por una sombra femenina brutal y maligna de la mano de una mujer arrodillada y desnuda. Camille Bautizaría su obra con cinismo: La edad de la madurez.

 

 

Durante cuatro años Camille creó la venganza justa:
una vibrante escultura que representaba a un hombre viejo y desvalido,
 amputado por una sombra femenina brutal y maligna de la mano de una mujer arrodillada y desnuda.

 

 

Camille Claudel sería enterrada en una fosa común, luego de pasar treinta años en un hospital siquiátrico. Su familia le dio la espalda al reconocer a la artista en la mujer desnuda y arrodillada de la escultura y al sospechar de una inminente locura por la paranoia de Camille hacía Auguste y sus conversaciones en voz alta consigo misma. La encerraron tratando de evitar una mayor vergüenza para la familia y buscando acallar las voces de la sociedad que jamás perdonaría la condición de amante de Camille. La inmensa y basta obra de la escultora sería donada por su hermano al museo que llevaría el apellido de Auguste, el Musée Rodin. Cincuenta años después de estar juntos Auguste le pediría matrimonio a Beuret. Días después de celebrada la boda Beuret moriría de una pulmonía. Sosteniéndola en sus brazos, entre sollozos el viejo Auguste solo se atrevió a decir: “me he quedado completamente solo”. No pasó mucho tiempo para que el escultor acompañara a su esposa en la tumba que aún hoy yace debajo de una de las esculturas más famosas de Auguste Rodin: El Pensador.

Para muchos las emociones humanas parecen hechizos arbitrarios e imprudentes que nos someten sin falta a la pesadilla de la irracionalidad y nos conducen al actuar desenfrenado y caótico. El mito de la dualidad corazón-mente ha bienvenido la idea de las emociones como procesos viscerales e irreflexivos y de paso ha construido una porvenir fatídico para todos aquellos que se atreven a sentir; tal y como le pasó a Camille Claudel. En efecto, las emociones y los emocionales son vistos con sospecha y desconfianza. No obstante, para la filosofa Martha Nussbaum, dicha conclusión no puede darse por sentada. Para ella las emociones son simples consecuencias de pensamientos racionales -valga la redundancia- que parten de creencias cosechadas con tiempo y dedicación en nuestra mente. En otras palabras, lo que sentimos es lo que creemos que debe sentirse cuando se siente. Y es ahí donde empieza el tormento.

Por obvias cuestiones dramáticas, el mundo de las artes desde la escultura hasta el cine, ha preferido la representación constante de las partes más vibrantes y agitadas de las emociones y sobre todo del amor; el favorito y prolijo amor. Esta circunstancia ha generado que la construcción cultural y colectiva de ese sentimiento, de nuevo derivado de esas representaciones colectivas (creencias) haya podido extraviar su verdadero significado. Con facilidad confundimos los primeros días del amor con los mejores días del amor. Es natural pensar que esos días de inquietud y sorpresa bastan. Cuando todas las canciones y poemas parecen ajustarse a la breve historia que para ese momento sentimos como única. Cuando toda novedad aún no pierde el brillo del encanto y todos los ángulos de un rostro son un llamado al infinito. Cuando más que ver al otro, nos vemos reflejados a nosotros mismos en el otro, egoístas y vanidosos. Cuando vemos materializado en un cuerpo, como en el oficio del escultor, nuestros deseos y fascinaciones peregrinas. Embriagados y ciegos continuamos adelante, torpes, sintiéndonos condenados por lo inevitable e incontrolable. Creemos que es amor y no lo es.

 

 

Embriagados y ciegos continuamos adelante, torpes,
sintiéndonos condenados por lo inevitable e incontrolable.
Creemos que es amor y no lo es.

 

 

Con el paso del tiempo, y ya inmersos en relaciones desgastadas por las rutinas, echamos de menos todo el estremecimiento de esos primeros días. Resignados nos entristecemos por lo que fue y ya no volverá. Muchos se resisten huyendo o buscando amores de ocasión como un niño que persigue aves de paso. Otros se quedan y ven languidecer sus vidas con lamentos de desamor y desatención. Los primeros días del amor parecen el cauce de un río, voluptuoso y desconsiderado, pero para el amor -el genuino- todo es sedimento, es lecho de río, que permanece quieto, inmóvil, firme y sobre todo, verdadero.

Una alternativa justa, posible y terapéutica para tanto malestar de amor comprendería evitar confundirnos y llamar a las cosas por su nombre. Evitar vernos representados o descritos en figuras en esencia literaria o cinematográfica. Abandonar la grandilocuencia de la agitación por la certeza de la paciencia y el empeño. Dejar atrás la falsa creencia que confunde al amor con la perplejidad que causan esas primeras emociones y valorar con esmero y gratitud a lo que queda después del caudal del río, lo que supo permanecer; eso que posiblemente ya no hace vibrar pero que está dispuesto a sostenernos en esta enrevesada e inexplicable vorágine que significa vivir y amar, a la vez.

No vaya y sea que el día que queramos valorarlo de verdad, una pérdida repentina nos arrebate de las manos nuestra única y verdadera obra maestra: lo que hicimos por los otros. Y nos quede solo ese grito desgarrado y mudo que reclama a la vida el fatal destino de habernos quedado completamente solos.

@CamiloFidel

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