Mauricio Jaramillo había ingresado en los años setenta, y recuerdo que Lucas Urueta lo hizo por allá en el año 88. Hubo un Rafael que ingresó al bloque oriental cuando terminó la zona de despeje y que fue enviado de traslado al Catatumbo con Rogelio y su gente, habiendo tenido que soportar la dolorosa Operación Berlín, en la que el Ejército aniquiló por completo a la gigantesca columna sorprendida en el páramo. Rafael terminó fundando el Hospital en ese bloque.
La otra fue Laura Villa, una niña de cuerpo menudo a quien El Mono le confesó un día que sinceramente no había creído que pudiera resistir el trajín de la guerra. Pero que lo consiguió con bravura, hasta el punto de llegar a dirigir el más grande experimento sanitario en la historia de las Farc, en el bloque oriental. Otros médicos pasaban temporadas en filas, pero cobraban por ello, y luego volvían a su vida corriente en distintas ciudades.
Así que las FARC se propusieron formar sus propios médicos, enfermeros y auxiliares. Para ello bloques y frentes dictaban cursos periódicos. Se escogía al personal que demostrara aptitudes, valorando sobre todo su vocación de humanidad y servicio. Traían médicos de afuera a capacitar el personal en anatomía y fisiología, conocimiento básico de los medicamentos, manejo y transporte de los mismos, enfermedades tropicales, cuidado de heridos y su evacuación, así como en el tratamiento de mordeduras de serpientes y picaduras de animales ponzoñosos.
Cada determinado tiempo, según las condiciones de orden público, se recogían los enfermeros para dictar actualizaciones. También para aprovechar las experiencias adquiridas en la práctica médica de cada unidad. Se daban nociones de laboratorio, como pruebas rápidas que se podían realizar en las unidades. Se realizaban procedimientos como corrección de hernias, laparotomías, colocación de sondas nasogástricas y vesicales. Con el tiempo se instalaron platinos a los heridos con fracturas y se hicieron cirugías a corazón abierto por traumas de bala y esquirlas.
Por disposiciones de régimen interno, la salud preventiva jugaba un papel destacado. Se aprendió a suministrar dietas balanceadas al desayuno, el almuerzo y la cena, tres comidas que no podían faltar en el día, al igual que en los refrigerios de las nueve de la mañana y tres de la tarde. A las cinco de la mañana y a las ocho de la noche se ofrecía café, muchas veces con pan o maíz. El guerrillero dormía 7 horas en la noche, siempre bajo un toldillo, y tenía que bañarse obligatoriamente todos los días, al tiempo que en la vida colectiva regían exigentes normas de higiene. Pasaba por frecuentes revistas médicas y odontológicas.
Cada unidad tenía un stock de medicinas, ordenado por las direcciones superiores, y debía mantenerlo actualizado todo el tiempo. Con ellas los enfermeros atendían las necesidades de la tropa. Si se requería algún medicamento especial, se mandaba traer de afuera. Cada cierto tiempo los guerrilleros eran llamados a recibir sus purgantes. Casi todo el mundo se hacía experto en el tratamiento de la malaria y la leishmaniosis, dos males cotidianos que se enfrentaban y vencían con eficiencia sorprendente, algo que para el Ejército siempre fue una grave dificultad.
Como vivíamos en un colectivo supremamente unido, los enfermos y heridos eran responsabilidad de todos. La solidaridad con ellos era muy fuerte, y ese apoyo sicológico jugaba un papel fundamental en su recuperación. Algo que puede parecer exagerado, pero que resulta completamente cierto, es que no existía la noción de invalidez o discapacidad. Hombres y mujeres afectados por la guerra, aprendían a servir igual que otros y otras perfectamente sanos.
Muchos perdieron sus extremidades, una pierna, las dos manos, un pie, un ojo, la movilidad de algún miembro. Pero había que verlos desempeñar las mismas tareas, con cargas encima, limpiando un terreno con la macheta o rajando leña con el hacha. Ir al combate y disparar el arma con puntería, lavar su ropa en el bañadero o cargando y arreando bestias. Hoy, en su nueva vida, son considerados discapacitados y se les niegan por ello oportunidades laborales, como lo hace la UNP con muchos aspirantes a escoltas.
Carolina, enfermera en el Catatumbo, aún se estremece al recordar cuando llevaron a Javier al hospital. Un accidente con explosivos lo había destrozado. Al verle los muñones donde tuvo sus manos, un ojo reventado, el rostro y el cuerpo penetrados de esquirlas, tuvo deseos de echarse a llorar llena de espanto. Pero sabía que no podía hacerlo. Lo escuchó decirle con voz dolida, Carito, mire cómo quedé. No se explica de dónde sacó fuerzas para darle ánimos y asegurarle que se recuperaría. Cada vez que lo ve, siente por él un profundo cariño.
Laura recuerda especialmente la muerte de Yarleidy. La esquirla de una enorme granada de mortero que cayó justo en el campamento cuando todos dormían, le abrió una tronera tal en el vientre que podía verse por ella perfectamente al otro lado. Sobrevivió así dos días, en medio de bombardeos y ataques enemigos, cuidada celosamente por el equipo de salud que encabezaba Laura. Las muchachas le pintaron los labios, le maquillaron el rostro y la peinaron con elegancia, antes de que se fuera durmiendo lentamente para toda la eternidad.
Enfermos y heridos experimentaban un estímulo considerable cada vez que un comandante llegaba a visitarlos en su lecho. Se sentían respaldados cuando estos se sentaban a su lado a hablar largamente con ellos. Para El Mono Jojoy aquello constituía una obligación personal.
Su idea de los hospitales móviles alcanzó en el Bloque Oriental un éxito asombroso. Eran dos o tres compañías, unidades de 50 hombres, conformadas por cursantes de enfermería y odontología, de ambos sexos, que podían durar dos años en ellas. Al tiempo que pasaban por intensas sesiones individuales y colectivas de estudio, debían desempeñar su labor como compañías de combate y de salud. Al frente de ellas se encontraban los más expertos enfermeros y enfermeras que se encargaban de la educación de los demás. En la mitad de la selva practicaban cirugías para que sus alumnos aprendieran. Y se encargaban de organizar el cuidadoso traslado de los heridos y enfermos en hamacas, a uno y otro lado, según los movimientos de la tropa enemiga.
Sólo en los casos más graves, los pacientes eran enviados a alguna ciudad del país, luego de recibir el tratamiento indicado en los campamentos guerrilleros. El movimiento se encargaba de suministrar los recursos, no se podía dejar abandonado a nadie. Es natural que muchos ex guerrilleros echen de menos esos tiempos, a la espera de una cita médica o de unos exámenes para los que hay que hay que madrugar y hacer largas colas. Que bellas eran la sonrisa y la atención de su enfermera en la unidad. Qué bonito era ser tratado como un ser verdaderamente humano.
Precisamente la atención en salud es una de las cosas que más extrañan los reincorporados. En las FARC la preocupación por el buen estado de los combatientes era realmente elevadísima. Su Octava Conferencia Nacional, la que terminó por imprimir a la organización su más perfecta arquitectura y engranaje, había dispuesto en abril de 1993, sus conclusiones de política sanitaria:
“13. SANIDAD. Nuestra política sanitaria en esta época se orientará fundamentalmente en dirección a resolver nuestros problemas de salud, clínicos, de heridos y de enfermedades con nuestros propios recursos y en nuestras áreas, evitando al máximo tener que sacar enfermos a las ciudades, poniendo en grave riesgo su seguridad y la de la organización… Los Estados Mayores de los Bloques y el Secretariado asumirán la tarea por la conformación de las clínicas clandestinas farianas…”
Una política que nos cumplieron al pie de la letra a quienes integrábamos las Farc que en nada se parece a los padecimientos que hemos comenzado a vivir en las ciudades, maltratados por un sistema de salud que no le cumple ni a nosotros ni a nadie en el país.