Le escuche una vez al Padre Narváez, quien acompañó el proceso de desmovilización paramilitar, que una noche mientras dormía en uno de los campamentos en los que se aglutinaron las tropas, lo despertaron los gritos de un jovencito que gritaba que en la esquina de la carpa estaba el demonio observándolo. Los demás se levantaron asustados y, de pronto, ya no era uno sino varios los que veían al diablo sonriendo y con ganas de llevárselos. El cura miraba la escena sin saber qué hacer, pero tenía claro que bajo un estado mental tan perturbado, el riesgo de una tragedia era muy elevado. El pánico se tomó el campamento: unos hombres lloraban como niños suplicando de rodillas el perdón de Dios y otros, aterrorizados, buscaban cómo salir. Fue entonces cuando vio un balde con agua y un trapero que alguien había dejado sin limpiar, y decidió arriesgarse a conjurar la histeria colectiva enfrentando a la sombra con el trapero mojado, gritándole que se alejara, exorcizando al demonio con enjuague de pino.
La anécdota es sobre todo un testimonio de algo de lo que no se habla en Colombia, pero que es la realidad de cientos de miles de personas: la enfermedad mental como efecto de la experiencia traumática de la guerra, que por demás tiene una expresión muy violenta entre los combatientes. El más común de todos es el Desorden de Estrés Post Trauma (PTSD), que se manifiesta en un sinnúmero de síntomas que van desde intensos dolores de cabeza, vómito, desgano, depresión, pesadillas, hasta episodios psicóticos, como los que experimentaron los jóvenes paramilitares.
No es un asunto de poca monta, y a mi parecer, en él se encuentra la clave de qué hacer con estos miles de jóvenes que se reintegran a una sociedad que los odia y con la que están en deuda. La cantidad de mensajes de odio que se leen en las redes pidiendo incluso que “los maten a todos”, no puede ser ignorada por quienes están a cargo del diseño de la política pública. Es por eso que hoy quiero presentar el caso más vigoroso contra el modelo de desmovilización, desarme y reintegración que se ha sostenido hasta ahora, básicamente orientado por dos características: la individualización de los casos y la invisibilización como mecanismo de reintegración silenciosa.
Hoy quiero presentar el caso más vigoroso contra el modelo
de desmovilización, desarme y reintegración
que se ha sostenido hasta ahora
Ya en el 2003 presenté por primera vez un modelo de reintegración basado en el principio de la reparación del daño causado a través del trabajo de reconstrucción de infraestructura y desarrollo social. Hoy quisiera añadir, que no se debe insistir en la individualización y la invisibilización bajo el supuesto de que la invisibildad los protege de enemigos y venganzas. Eso no funciona. El primer enemigo es la culpa, lo que hace de muchos de estos excombatientes sujetos altamente problemáticos, depresivos, ansiosos y de muy baja autoestima.
La reintegración debe ser grupal y visible, a manera de red de apoyo. Entre más visible mejor. Se trata de promover una transformación no solo de estas personas, sino de las comunidades a las que deben entrar a trabajar contribuyendo a su desarrollo. Estado y socios desde agencias de cooperación han invertido miles de millones en promover modelos de microempresa entre excombatientes con pésimos resultados y muy pocas excepciones, un modelo muy parecido al de los subsidios pero con muy poco seguimiento y que ignora enteramente el aspecto mental. El perfil de estos jóvenes es de alto riesgo: más del 80% ingresó a las filas combatientes antes de los 18 años, la mayoría son analfabetas funcionales y todos han sido objeto del más opresivo proceso de contrasocialización durante su ingreso. Son desconfiados, odian al Estado y a sus representantes, tienen un muy fuerte sentimiento de reivindicación y rabia, muchos son propensos a las adicciones y están fundamentalmente desarraigados.
Proponer un modelo que entienda el enorme reto de juntar a los combatientes con sus comunidades y en el proceso generar una transformación que los fortalezca a todos no es fácil, pero tampoco es imposible. Todos ellos son jóvenes campesinos, disciplinados y sinceros, que saben trabajar en equipo, y que necesitan manejar las incertidumbres de un cambio tan drástico como el que están sufriendo. Promoverlos y hacerlos partícipes de los procesos de reconstrucción y desarrollo en regiones apartadas puede ser exactamente lo que están necesitando.