"Los matan, mijo, los matan", me decía mi abuelo mientras se tomaba su cuncho de café y se fumaba un pucho de piel roja, revisando el periódico y rayándolo con su lápiz en varias partes.
Para mí era un comportamiento raro. Solo fumaba, escuchaba noticias en su radio viejo y trabajaba en su caldera haciendo herraduras. Luego se sentaba afuera del taller con su pucho y su periódico, y seguía haciendo notas.
Yo bajaba a ese taller con mi carro de madera y mientras lo arrastraba por todo el piso, él se reunía con los vecinos que pasaban y les mostraba todas sus notas.
Yo siempre me sentí en otro planeta. No entendía nada de lo que hablaba, como por ejemplo cuando decía: “a la UP la están acabando de a poco con el baile rojo”. Frases como esas me parecían de locos y cuando lo pensaba seriamente terminaba diciéndome: "mi abuelo de tanto pucho se está enloqueciendo".
Ahora mi hija corre con sus muñecas y con su tablet, me mira mientras estoy sentado en mi computador con mis audífonos, veo noticias, escucho entrevistas y escribo como loco.
La miro y le digo a ella y a mi esposa: "los están matando, ya son 460 crímenes a líderes sociales y protectores de los derechos humanos". Nos miramos los tres y la escena que se repite una vez más.
El gobierno no hace nada, nada de nada.