Los libros que se han prohibido en Colombia

Los libros que se han prohibido en Colombia

La lista de autores censurados llegó a 2057. Entre ellos estuvieron Baudelaire, Defoe, Dumas, Melville, Nietzsche y muchos otros

Por: Ferney Yesyd Rodríguez Vargas
abril 30, 2019
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Los libros que se han prohibido en Colombia

Desde 1988 se lleva a cabo la Feria Internacional del Libro de Bogotá, un espacio donde es posible conseguir miles de títulos, tanto en español como en otros idiomas. Así mismo, la ciudad cuenta con muchas librerías, tanto de nuevos como usados. Eso sin contar con la posibilidad de comprar cualquier título por internet. Sin embargo, no siempre fue así. Principalmente por la religión y en menor medida por el gobierno, varios títulos fueron prohibidos en estas tierras e incluso una obra colombiana fue puesta en el índice de libros prohibidos de la Inquisición Católica.

En tiempos del dominio español, más específicamente el 25 de febrero de 1610, el rey Felipe III ordenó el establecimiento del Santo Oficio de Cartagena. Este ente inquisitorial no fue puesto en la capital, como ocurrió en el Virreinato de Perú y el de Nueva España (México), porque buscaba controlar los libros que ingresaran la Nueva Granada, además de ser sede para las islas del Caribe. Según La Historia de Colombia de Henao y Arrubla, texto oficial conmemorativo del Centenario, se dice que este órgano para la preservación de la fe católica se limitaba "a velar por la no introducción de libros prohibidos".

La relación de los libros ilícitos fue hecha en el Índice de los Libros Prohibidos de la Inquisición española. Este listado fue reeditado y ampliado durante ocho veces mientras existió el Tribunal de Cartagena. Para cuando se hizo el último suplemento, en 1848, Colombia llevaba poco más de dos décadas de haber clausurado el tribunal de la inquisición de Cartagena, que cerró en 1821 como resultado de la Independencia.

Años antes de la independencia el virrey José Manuel de Ezpeleta, en 1794, ordenó destruir todas las copias de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, traducida del francés e impresas por Antonio Nariño que las había repartido por las calles de Santa Fe.

Después de la independencia, la Iglesia católica elevó una feroz batalla por mantener sus privilegios y evitar la educación oficial hasta el punto de promover revueltas armadas de manos de los conservadores. Uno de los sacerdotes que predicó censurando libros en la Santa Fe de inicios del siglo XIX fue el padre Francisco Margallo y Duquesne, que en sus delirios de fanatismo profetizó que Bogotá sería destruida por un terremoto un 31 de agosto de un año que no quiso revelar.

El constitucionalista y periodista santandereano Florentino González, quien asistía a las misas de Margallo, narra que él tomaba nota de los autores que el sacerdote fanático citaba en las misas para luego procurárselos clandestinamente. Entre las obras prohibidas estaban las de Voltaire, Rousseau, Raynal y Volney. Florentino sería, gracias a tales lecturas, un excelente pensador liberal.

Durante los sermones Margallo llegó a expresar que los reyes del Antiguo Testamento habían podido gobernar sabiamente sin nunca haber leído El contrato social. Todas las obras de la Ilustración despertaban su furia inquisidora: “Libros que, prefiriendo el sistema de Epicuro al Evangelio, van a convertir el mundo en un teatro capaz de horrorizar las naciones más bárbaras, e incultas (…) ¡Ay! ¿En esto han venido a parar las luces del siglo XVIII?".

Entre los años de 1820 y 1823 se generó una gran polémica por motivo de la enseñanza de las ideas del político y economista inglés Jeremy Bentham en el plan de estudios del Colegio de San Bartolomé. El escándalo de aquel momento puede compararse al revuelo actual con el enfoque de género y la no discriminación de ciudadanos LGBTI, que deschaveta a muchos religiosos de hoy.

En el libro Introducción a los principios de moral y legislación (1789), Bentham argumentaba que "todo acto humano, norma o institución, deben ser juzgados según la utilidad que tienen, esto es, según el placer o el sufrimiento que producen en las personas". A partir de este principio se partiría para analizar y reformular las cuestiones políticas, sociales y económicas. Las ideas del utilitarismo de Bentham fueron la primera concepción del Estado y la primera filosofía política que se enseñó en Colombia.

El sacerdote Margallo y Dusquene se descargó contra la lectura de las obras de Bentham afirmando que se trataban de “libros escritos en la academia del infierno, dictados por el fanatismo, y furor contra Dios, y la Religión Santísima de Jesucristo: organizados por la ignorancia y el engaño; escritos entre las tinieblas de la ceguedad; capaces de formar una educación irracional, y libertina, que compusiese, si posible fuera, no una República como la de Platón; sino de hombres, y de fieras, bajo de unas mismas leyes de libertinaje”.

Posteriormente, alzaría su voz y su pluma contra la instauración de la Sociedad Bíblica, porque la Iglesia no quería traducciones al español no autorizadas por el papa y sin notas explicativas católicas.

Margallo era parte de un sector del clero tradicionalista, que inicialmente defendía la monarquía, pero que tras formarse la república decidió hacer una guerra frontal contra las reformas de carácter liberal.

En el año de 1851, el Congreso de la República de la Nueva Granada declaró que “1°. Es completamente libre la expresión del pensamiento por medio de la prensa. 2° Quedan derogadas todas las leyes sustantivas y adjetivas sobre libertad de imprenta”. Así llegó la libertad de prensa a nuestro país en el gobierno de José Hilario López. Pero estas medidas, junto con la expulsión de los jesuitas y la abolición de la esclavitud y la pena de muerte, llevó a que los conservadores del Estado del Cauca iniciaran una guerra civil.

Por los años de 1870, muchos clérigos se rebelaron contra la ley que establecía la educación primaria obligatoria y laica. De hecho, el Estado de Antioquia, tradicionalmente conservador, nunca la llegó a aplicar. El obispo de Popayán, Carlos Bermúdez, llegó incluso a amenazar con la excomunión a los padres que mandaran a sus hijos a las nacientes escuelas públicas porque, según él, la Iglesia era la única autorizada para impartir educación a los niños. El ensotanado afirmaba que las escuelas públicas eran resultado de un complot de masones y liberales para corromper a la juventud, y donde los expondrían a libros prohibidos por la Iglesia. Unas palabras que recuerdan las que actualmente dirigen uribistas y cristianos contra colegios y universidades públicas, en procura de su privatización.

El siglo XIX no tuvo un final feliz para la laicidad y el libre acceso a libros. Pues una vez en el poder, el traidor a las ideas liberales, Don Rafael Núñez (más conocido por haber compuesto el himno nacional), firmó un concordato con la Iglesia en 1888 donde el gobierno colombiano se comprometió en impedir que en las asignaturas escolares se propagaran ideas contrarias al dogma católico. En la práctica esto significó prohibir en las escuelas a Voltaire, Rousseau, Tracy, Charles Darwin, Thomas Paine, etc. El Artículo 13 de tal concordato establecía que “El Arzobispo de Bogotá designará los libros que han de servir de textos para la moral y la religión… [E]ste prelado […] elegirá los textos para los demás planteles de enseñanza oficial.”

En caso que se enseñase o se expusieran ideas o libros contrarios a la doctrina católica “el respectico Ordinario diocesano podrá retirar a los profesores o maestros la facultad de enseñar tales materias”.

El primer manual colombiano de censura literaria llegaría en 1910 gracias al sacerdote español, radicado en Bogotá, Pedro Ladrón Guevara. Las razones por las que un libro terminaría en tal lista son por ser: “Herético, impío, incrédulo, blasfemo, clerófobo, malo, de malas ideas, deletéreo, dañino, peligroso, inmoral, obsceno, deshonesto, lascivo, lujurioso, libre, indecente, cínico, voluptuoso, sensual, apasionado, peligroso para jóvenes, imprudente, temerario”, según la introducción del libro.

La lista de autores censurados llegó a 2057. Además de los ya mencionados, incluyó a otros como, Carlos Baudelaire, Juan Jacobo Casanova, Daniel Defoe, Alejandro Dumas, Jorge Isaacs, Hermann Melville, Federico Nietzsche y Marqués de Sade.

Una especial molestia les generaba a los censuradores el escritor bogotano José María Vargas Vila. Este liberal publicó la mayor parte de sus novelas durante la hegemonía conservadora (1886 – 1930). El clero afirmaba que sus libros eran fruto del ateísmo de Vargas, especialmente Aura o las violetas (1887).

En La Ubre de la loba, Vargas denuncia el adoctrinamiento de la Iglesia con estas duras palabras: “…Eran monjas catequistas dadas a la enseñanza, Mezclando el fanatismo más absurdo, a una pedagogía rudimentaria y bárbara; Eran, unos de los mil tentáculos, que Roma tiende sobre las ciudades y los campos de América, para apoderarse de las almas y aumentar sus inmensos rebaños de creyentes; Enviadas para catequizar salvajes en las montañas, ellas se quedan siempre en las ciudades, salvajizando niños con la lenta infiltración del virus religioso”. Con una pluma tan mordaz y afilada, era de esperarse la censura del clero.

También el escritor Bernardo Arias Trujillo, autor de Por los caminos de Sodoma: confesiones íntimas de un homosexual (1932), y el general Rafael Uribe Uribe, por su ensayo El liberalismo colombiano no es pecado (1912), se encontraban en la lista negra. Este último, fue hecho por Uribe Uribe como respuesta al ensayo El liberalismo es pecado (1884) por Félix Sardá y Salvany en España. La obra de Uribe Uribe, que defiende la libertad de expresión, es el único texto colombiano que sería incluido en el Índice de Libros Prohibidos del Vaticano, haciendo su censura global.

Muchos de estos libros prohibidos podían conseguirse, con algo de dificultad, en alguna librería que dispusiera de una trastienda, para que no estuvieran a la vista de todos. Sin embargo, estuvieron ausentes de cualquier biblioteca de colegio hasta mediado del siglo XX.

En muchos colegios y universidades estuvieron prohibidos algunos libros de Gabriel García Márquez, como Cien años de soledad (1967), por su lenguaje considerado soez y por describir escenas sexuales. Solo después de obtener el Premio Nobel de Literatura en 1982, empezó a levantarse el veto gradualmente.

El caso de quema de libros más reciente lo encontramos el 13 de mayo de 1978, día de la fiesta de la Virgen de Fátima. En esa noche Alejandro Ordoñez Maldonado, actual embajador de Colombia en la OEA del Gobierno Duque, junto con varios miembros de la organización “Tradición, Familia y Propiedad” hicieron una hoguera en Bucaramanga, al mejor estilo de la Inquisición. Varios libros fueron sacados de una biblioteca pública y alimentaron las llamas obras de Descartes, Gabriel García Márquez, Rousseau, Freud, Marx, Thomas Mann, revistas y periódicos con fotografías de desnudos femeninos y hasta una Biblia, que juzgaron incorrecta por ser una “edición protestante”.

En 2017, Alejandro Ordóñez dijo en la radio que volvería quemar libros. Tal acción la consideró “un acto pedagógico”. Así pues, el espíritu de la Inquisición sigue vivo en funcionarios públicos actuales. Es probable que muchos fanáticos religiosos en la política colombiana como Alejandro Ordóñez, Marco Fidel Ramírez, Ángela Hernández o Jhon Milton Rodríguez, nuestros Margallos actuales, recurrirían a la censura de libros si en su poder estuviera tal potestad.

Después de tantos años de censura, es asombroso ver que la libertad de leer ocupa un recién y menor porcentaje de tiempo de la historia de Colombia. Sería muy buena idea poder leer a los autores librepensadores que tanto quisieron los censuradores que no leyéramos.

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