Cuando los docentes nos sentamos alrededor de una mesa a debatir cómo va el proceso de nuestros estudiantes de pregrado aflora la sorpresa de todos los que, creyéndonos solos en nuestras apreciaciones, resultamos siendo cobijados por las palabras de quienes nos exponen lo mismo que vivimos cada uno, independiente de la cátedra que se dicta, en el aula de clase.
Lacan lo dijo en su momento, y pocos entendieron sus palabras. Planteó que vendría una anorexia mental, la cual se puede leer como la falta de deseo de saber.
Con esto nos encontramos casi todos los docentes que nos formamos en el siglo 20, cuando discutimos sobre cómo los estudiantes de hoy no quieren leer, no quieren aceptar que existe un concepto que soporta y sustenta el hacer.
Estudiantes que exigen que la clase sea dinámica, y la verdad, es que estimo que ni ellos mismos logran entender su demanda, dado que si lo dinámico es la fuerza que produce un movimiento, son ellos los primeros que no se quieren mover.
No les gusta desacomodarse, quieren aprender a partir de lo que ellos creen que es el conocimiento. Es decir, antes que entrar a discernir y hacer un análisis de un concepto para plantear nuevas formas de hacer, piden que se les muestren cómo hacer, para ellos reproducir eso que, si les gusta, van a hacer.
En otras palabras, no quieren pensar, solo piden una instrucción para memorizar y repetirla según su forma de asimilar tal adiestramiento. Así, es normal que un docente busque diversas estrategias pedagógicas para llevarlos a pensar (talleres, exposiciones, seminario investigativo, discusiones, aprendizaje por proyectos, entre otras), cuando el resultado en la evaluación final para el docente, por parte de los estudiantes, es que la clase es muy monótona porque el profesor ponía muchos talleres o muchas exposiciones o muchas discusiones, etcétera.
A mi modo de leer el síntoma, los estudiantes de hoy quieren ser youtubers, la representación de un publicista sin formación, acto que irrespeta la formación de un publicista, quien aprende conceptos específicos para llegar a momentos creativos, fruto del trabajo intelectual que aprendió a cultivar a lo largo de su formación de pregrado, y muchos, de posgrados propios para estimular la creatividad.
Como el estudiante de hoy no lee o se resiste a leer autores que plantean conceptos capitales porque “son muy aburridos y eso no sirve para nada”, difícilmente puede adquirir una posición crítica y argumentada de su realidad.
Sin percatarse de ello, el estudiante de pregrado está pidiendo ser adiestrado para hacer parte de un sistema que se repite en su infamia de ausencia de innovación.
Como no son críticos, se dejan endulzar por las luchas de poderes de otros y son capaces de salir a protestar una responsabilidad que le corresponde a quienes los gobiernan, antes que pensar en cómo ellos pueden retornar al cauce de la creatividad.
No estamos bien. Los docentes cada día nos vemos más agobiados con formatos, exigencias y peticiones de producción. Los más astutos se acomodan al sistema, siendo los lacayos operativos que hacen, pero no enseñan al estudiante a que piense por sí mismo, para que proponga quiebres epistemológicos que demanda la evolución del conocimiento.
Los estudiantes, conscientes del poder que tienen ante las instituciones por saberse los clientes de la educación superior, cada vez exigen más y dan menos de sí, y si se les llega a cuestionar, se arma el zafarrancho, dado que tienen el argumento contundente del mercado: “nosotros estamos pagando”, más no el de la formación: “yo deseo saber”.
Entramos hace mucho rato al juego de “la gallina ciega”, donde entre peticiones, populismo y anorexia mental, todo el mundo se queja y muy pocos se permiten ver la realidad.