Bogotá es un paisaje largo y aburrido con grandes lomas, vastas zonas inclinadas que acaban con la monotonía de la planicie. Definición simple y poco generosa de una gran capital, pero que encierra alguna verdad. Sucede a menudo con las grandes ciudades: las zonas asentadas en la parte más llana se vuelven el límite de lo mostrable, de lo conocible, y las montañas terminan ocupando el lugar de lo clandestino y marginal.
A excepción de Monserrate, el sitio de referencia de cada visitante hay una frontera en las laderas que arropan la ciudad. Ya sea que el lugar, por aquellas decisiones que parecen tomadas por nadie y para siempre, pertenezca a los que son dignos de aparecer en las postales turísticas o de los que a menudo llaman la atención por alguna mala noticia. Si le preguntas a un transeúnte cuáles son los sitios de Bogotá que hay que visitar, seguramente te nombrará ese o aquél renombrado sitio. Muchos bogotanos no conocen más que un poco de esa planicie mentada en las agencias de viajes. La que se acostumbraron a transitar o la que, desde la niñez, les enseñaron que era el pedacito de su ciudad por donde se podía caminar. Allá arriba es muy frío, muy lejos, muy peligroso.
Uno de esos lugares no aparece en las postales, está allá más arriba de todos, tanto que parece que no va alcanzar la montaña para tanta cuesta. Es la localidad de San Cristóbal. A medida que se asciende el paisaje cambia, la temperatura y el vestido de la gente. Las casas se hacen más numerosas y las calles más estrechas.
Yo no conocía esta zona de la ciudad hace unos años. Empecé a venir aquí porque me hice amigo de Fabio, compañero de universidad y vecino de la localidad. Venía de vez en cuando, y poco a poco me fui familiarizando con la zona.
Me gustan los barrios populares, crecí en uno de ellos en Bucaramanga. Aquí en Bogotá vivo en el centro y no me he acostumbrado a ese ambiente de esta parte de la ciudad, como de cosa ajena, como de vivir de prestado, como de ir de tránsito sin pertenecer a ningún lugar.
San Cristóbal está en el corazón de los Cerros Orientales de la capital, y a pesar de tener un clima frío, tiene también esa atmósfera de los barrios de tierra caliente. La gente está en la calle, los vecindarios tienen el movimiento y el ruido de la vida diaria. En los años sesentas, la salsa le cantó al barrio desde Nueva York y ese canto, en el transcurrir del tiempo, llegó a ser un objeto común que identificaba las solidaridades y los problemas de los barrios latinoamericanos. Por otros caminos, pero manteniendo esa misma solidaridad, un grupo de jóvenes impulsan un proyecto artístico llamado Cuadras Armónicas en la Localidad San Cristóbal. Este trabajo es impulsado por el Colectivo Arto Arte, conformado hace diez años. En ese tiempo se dieron a conocer con una propuesta más musical que pictórica, pero, desde hace cuatro años trabajan de lleno en las artes plásticas.
En ese contexto, sus integrantes, Fabio Ramírez encargado de la comunicación, John Lara, estudiante de artes visuales, Ángel Serrano, Freddy Triana, Valentina Ramírez, Johnny Pinzón, el responsable de la animación y el video, y su director, Jesús David Suárez, empezaron a trabajar en el proyecto. Su objetivo se fundamentaba en algo más que transformar visualmente las calles de su localidad. Fabio me dice que buscaban rememorar, darle una par de vueltas al reloj hacía atrás y reencontrarse con anécdotas, símbolos y vivencias que pertenecieron y pertenecen a este sector.
La naturaleza, por ejemplo, es un bien común que ha acompañado a los habitantes de esta localidad desde su conformación, y es uno de los referentes del trabajo de Cuadras Armónicas. A pesar de estar muy poblada, esta localidad tiene paisajes naturales y reservas de flora y fauna que se encuentran se encuentran en los Cerros orientales de la capital, cerros que son reserva forestal de la ciudad. Este es un ecosistema de bosque alto andino, según me dice Fabio. Aquí hay grandes reservas de agua y una insistente niebla que llena los ojos.
Fabio me invita a recorrer los murales. Los sitios han sido elegidos de tal forma que el visitante pueda recorrerlos utilizando los alimentadores de Transmilenio, sin tener que gastar dinero. Hay una llovizna pertinaz que no amaina desde la noche anterior. Hoy no se va a poder pintar—me dice Fabio— mientras me muestra un oso de anteojos en el mural del Barrio Pinares.
— ¿Aquí habitó el oso de anteojos?— pregunto un poco escéptico y vuelvo a mirar al animal, quien parece reclamar su espacio, aunque ahora sea en dos dimensiones.
La lluvia vuelve a arreciar y la sombrilla se desmaya con el viento que desciende desde las laderas de la montaña. Así que el resto del trayecto lo hacemos al natural. En el muro de entrada del Colegio San Cayetano en el Barrio Juan Rey, un gran anuncio en una serpentina de colores da la bienvenida: Buenos días vecino. El mensaje da justo en la cara de los que a esa hora van a trabajar y se asoman por la ventana del bus. —Esta fue idea se nos dio en una noche de insomnio. Nos pareció importante dejar un mensaje que fuera familiar para todo el que lo leyera y de esa forma integrar el trabajo al barrio—.
La intervención más grande está en la Quebrada Morales, entre los barrios Canadá y Libertadores. Es un lugar estratégico y con mucha historia y es un punto de tránsito entre los diferentes barrios de la zona. Allí los dibujos ocupan cerca de 300 mts de muro, con un collage de imágenes que aluden a la naturaleza: Jaguares, colibríes, árboles, iguanas. En este mural participaron diferentes artistas y su terminación les llevó cerca de dos semanas. Cabe decir que estas intervenciones no son arbitrarias, hay una consulta previa con la comunidad. Paralelo al proyecto muralista hay una trabajo investigativo. Por medio de entrevistas a personas representativas de la localidad, se busca ampliar la percepción de los habitantes sobre el significado de las calles, los barrios y la historia de la formación de la localidad.
Después del recorrido por los murales vamos al salón en donde tienen todos los materiales para empezar el trabajo. Hay canecas de pintura, rodillos, plantillas, escaleras, carpas para la lluvia, impermeables y un ambiente de compañerismo y colaboración. Muchos días aquí son días de lluvia. David, el director del proyecto, me dice con una voz que transparenta un resfriado, que es muy difícil trabajar en estas condiciones. Hay lugares inaccesibles, con mucha maleza y desniveles abruptos y en tiempo de lluvia se ponen muy peligrosos. Uno se entera del color, de las formas, del contenido hecho un gran mural. Apenas hay algo velado ahí, entre pájaros y mandalas, de las horas de trabajo, de la larga espera a que el clima ceda, del tiempo de preparación y logística para hacer posibles las intervenciones. Uno se acostumbra a encontrar y a desear todo ya hecho, con esa mala conciencia que siglos de producción técnica nos ha impreso. En el trabajo de estos jóvenes se sospecha un proceso a la inversa. Esos murales funcionan como el interminable tejido de Penélope: Por cada puntada, o pintada en este caso, hay una palabra que hila hacia atrás, que se pregunta por el ovillo original.
En un rincón del salón hay una gran rueda de madera que confundo con la base de una mesa. Es una mandala que acompañará la fachada de uno de los murales que quedan por elaborar. Está hecha de materiales reciclados, botellas de vidrio, baldosa y todo lo que se pueda rescatar de la basura.
— ¿Qué es un mandala y qué significa para este proyecto? —
“Casi todos los mandalas que hemos elaborado están hechos sobre mesas de comedor. Yo venía trabajando con una serie de piezas de comedor. Me encuentro preguntándome cuál es la relación más fuerte que hay dentro de una casa. Y de allí salen varias cosas: La relación del alimento y la relación social. Y me doy cuenta que el comedor es un espacio tanto para alimentar el cuerpo como para socializar. Nace de una casualidad, pero una casualidad que uno empieza a conceptualizar y a encontrarle relaciones. Las mandalas tienen una relación muy fuerte. Hablan de la armonía, de la sanación, de la espiritualidad. Curiosamente nosotros también hemos trabajado con espirales. Entonces nos encontramos con la casa, el comedor, el alimento, lo social, y nos encontramos con una mandala.Entonces dijimos, “hay que hacer unas mandalas, que empiecen a hablar a los espacios”.
Ya son las dos de la tarde y la lluvia continúa. —Hoy no se pudo trabajar muchachos— dice David, así que en asamblea general se decide ir a ver la final de la Copa del Mundo, con un poco de bronca por el clima y porque la Selección Colombia no llegó a la final.
Después, en medio de un merecido almuerzo que nos prepara la mamá de Fabio, me voy enterando o, más bien, me voy integrando a la forma de llevar las cosas dentro del colectivo. Salvo pasajes ineluctables de tinte burocrático, el clima es de solidaridad y entendimiento. Siento que empiezo a hacer parte de un grupo de vecinos y de grandes amigos. Con el toque de experiencia que cada uno tiene en su campo, se van tejiendo cosas y se arman los aparejos de otras más ambiciosas que quedan por hacer.
Así que decido también ponerme a trabajar. Como mi permanente flojera para los trabajos físicos no me deja ni pensar en montarme en un andamio, pienso que lo mejor es contar lo que vi. Y me voy pensando en cómo contarlo.
Para conocer más información de estos jóvenes y el trabajo que desarrollan, los invito a conocer su blog: http://colectivoartoarte.blogspot.com/