Vi pasar la marcha y me fui detrás. Quería saber cuáles eran sus argumentos, sus demandas, sus preocupaciones. Llegué con ellos hasta la plaza y escuché sus discursos airados en contra de la degenerada ministra homosexual que quiere volverlos a todos como ella, los vi pedir su renuncia y aplaudir a sus pastores que clamaban por la defensa de la valiosa familia compuesta por hembra y varón (lo que ellos llaman el “orden natural”). Los vi hacer una especie de saludo nazi. Entre furiosa y asqueada después de leer sus carteles homofóbicos, volteé a mirar hacia la esquina de la plaza y los vi: jóvenes y valientes, con su bandera Lgbti hecha de recortes de papel de colores, soportando con estoicismo a un hombre obeso que trataba de taparlos con una bandera de Colombia para que no pudiéramos fotografiarlos otra persona y yo; recibiendo los gritos de “fuera”, las arengas de los que trataban de atraerlos a su doctrina diciéndoles “arrepiéntanse que Dios los perdona” y a una loca que con ojos desorbitados les escupía en la cara “Dios los ama, Dios los bendice”.
Aguantaron que un fanático les echara agua y que una funcionaria de la Defensoría del Pueblo les dijera que estaban provocando a los marchantes y por tanto no debían estar allí. Me impresionó él, especialmente cuando vi las lágrimas correr por su cara en medio de la gente que los rodeaba escupiéndoles su odio. Pero sepan que lloró de alegría porque me dijo: “antes lo dudaba, ahora sé que estoy por el camino correcto”; a uno que quiso predicarle sobre La Palabra, muy digno le dijo: “quiero decirle con todo respeto que soy ateo”. No supe sus nombres, sólo sé que nos unió la solidaridad, porque a mí también me agredieron por estar ahí y tal vez porque, de pura casualidad, tenía puesta una blusa naranja. Los piadosos cristianos que predican el amor a Dios nos sacaron de allí a gritos y empujones, ante la mirada impávida de la policía que, como siempre, a través de uno de sus altos rangos (tal vez un sargento) nos pidió “amablemente” y por nuestro bien que nos fuéramos.
Nos fuimos orgullosos pero derrotados. Después pensé que debí haberlos abrazado, pedir sus números, convertirme de ahora en adelante en su guía y protectora o al menos en su amiga. Porque ese par de muchachos me enseñaron más de dignidad de lo que han hecho cientos de horas de cátedra en colegios y universidades. También, cuando caminaba tratando de camuflarme para que no me lincharan, me hicieron pensar que, si dos niños eran capaces de enfrentarse a una multitud cegada por el fanatismo, este país todavía tiene esperanza. Ellos me hicieron creer en un futuro mejor; uno sin prejuicios, sin iglesias ni rosarios y sin dioses castigadores, intolerantes y sobre todo imaginarios. Ellos me mostraron lo que podría ser un mundo de verdad civilizado.