Los jeeps que pasaron del trabajo al espectáculo

Los jeeps que pasaron del trabajo al espectáculo

Una historia de las mulas mecánicas del eje cafetero que ahora tienen otro fin

Por: Jesús María Cataño Espinosa
octubre 21, 2014
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Los jeeps que pasaron del trabajo al espectáculo

Fatigados por el trabajo en las montañas, en donde tomaron posesión de las trochas y caminos trazados hace varios siglos por los arrieros y sus mulas, los jeeps bajaron al pueblo para notificarle a los cuyabros y visitantes que a pesar del paso del tiempo no hay en ellos ni el menor asomo de nostalgia y desgano que nos invade a los mayores de 50.

Para demostrar que su hora crepuscular es la más larga y renovada, y que cuando se aproximan a la noche de su existencia es cuando mayores glorias cosechan. Porque su corazón de acero se metió, con la doble y el bajo, en el alma de la gente que cada año se aglomera en calles y avenidas de Armenia para ovacionarlos, para agradecerles, pero principalmente para gozar con voluptuosidad de sus ya famosos piques tradicionales y delirar con los piques acrobáticos. Es el baile de los jeeps williz que, erectos sobre sus llantas traseras, avanzan en medio de los aplausos y, de pronto, como presos de un ataque de locura, giran sobre su propio eje con un progresivo aumento de la velocidad hasta niveles que despiertan un sentimiento combinado de miedo y placer.

Locura, si, porque los 4 acróbatas más reconocidos que participan en este acontecimiento artístico, abandonan las cabrillas de sus jeeps en medio de la rotación, el vehículo queda aparentemente al garete, se paran sobre el “capó” y tienen tiempo de agitar un poncho que, por la velocidad, dibuja sobre sus cabezas una aureola, bien merecida. Otro de los malabaristas, en un jeep modelo 54, se sienta sobre el parachoque delantero, desenfunda su machete, lo rastrilla en el piso tras una contorsión peligrosa, se quita el sombrero, se lo pone de nuevo, salta a la carretera y se reincorpora a su cabina.

Es el culto del arte expresado en una delirante y apasionada gritería que se repite cuadra a cuadra, a medida que avanzan los camperos con las cabezas levantadas que dejan ver sus entrañas y su sexo. Es cuando uno ve al pueblo absorto, unido, olvidado de sus penurias y hasta de sus rencores; es el monopolio de la admiración por parte de “Loba”, “El Pollo”, “Guama” y “Pesebre”, los ídolos del pique acrobático, coronados por el rumor del tumulto, cuyos ecos retumban en toda la ciudad. Es la sencillez y laboriosidad de los jeeps, transformada en soberbia y armonía.

Este acontecimiento tradicional, considerado por el público como el más clásico y atractivo de las festividades aniversarias de la ciudad, fundada por Jesús María Ocampo, “el tigrero” hace 125 años, moviliza el mayor número de espectadores por encima de los demás actos de la programación festiva.

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Miles de campesinos que viven en parajes a los que antes de los jeeps solo llegaron las mulas empujadas por los madrazos de los arrieros, vienen a la capital quindiana para admirar la potencia de los carros y el genio de sus conductores que a fuerza de malabarismos les llevan la comida y les sacan las cosechas.

Los habitantes de las zonas urbanas, igualmente agradecidos con estos vehículos que han visto desde niños y reconocido como un componente del entorno y la cultura de la región cafetera, se lanzan a las calles de manera masiva como en los años gloriosos del ciclismo, cuando en las escuelas y colegios decretaban asueto para que recibiéramos y despidiéramos la caravana encabezada por “Cochise”, Ruben Darío Gómez, Hernán Medina Calderón, el “Ñato” Suárez, Pedro J. Sánchez, Carlos Montoya y el quindiano Luis E. Olarte, entre otros.

Pero los turistas que llegan a la ciudad atraídos por la fama nacional e internacional alcanzada por el desfile del Yipao, son quienes mayor perturbación positiva experimentan y desde muy temprano se apostan en los sitios de privilegio como si se tratara del concierto de su artista favorito. Jairo Rincón, un ingeniero santandereano de sistemas, que ha recorrido casi todo el país, confesó: “no he visto un espectáculo semejante en ninguna parte del mundo” y “tampoco he podido explicarme el truco para mantener la rotación de esos camperos”.

Además de los acróbatas, el desfile del yipao muestra otras categorías como el transporte humano, el coroteo o trasteo, el transporte de carga, de productos agrícolas, la expresión artística, el clásico o vehículos antiguos de exhibición, que junto con el emblemático de la cultura cafetera son considerados fuera de concurso.

Los yipaos de trasteo son una evocación, un rescate del olvido en que empiezan a caer nuestros ascendientes cercanos, sus costumbres, los instrumentos de labranza y de actividades domésticas, y en general los elementos que hicieron parte del entorno familiar. El arte de empacar consiste en meter lo máximo, sin dañar nada, es el arte de acomodar el cuadro del Corazón de Jesús, ante todo, y bien alto; las camas, los testeros, las ollas, los armarios, la escopeta, la escalera, la bacinilla, el chifonier, la guitarra, los canastos, el reloj de péndulo, los nocheros, los espejos, el pilón, la máquina de coser y también la de moler.También el fogoncito Esso-candela, los colchones, las matas, el radio y la radiola, la bicicleta, las pomadas, la india para el sancocho, la pala, el azadón, la foto del matrimonio, tan grande como la del Corazón de Jesús y la de la virgen del Carmen y hasta los condimentos. El perro, el gato, las gallinas y los conejos en una jaula van metidos…hasta las cucarachas viajan en el yipao del trasteo.

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Para don Gilberto Bobadilla y su familia, quienes desfilaron en el jeep No 41, “el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús” es la antigüedad más cuidada, después del pilón de piedra”. Para don José Abdonías Díaz Peralta, por su parte, la bicicleta Philips de su bisabuelo y la “mica” esmaltada y con peladuras de la tía Felisa, son los elementos “bandera” de su coroteo que exhibió en el williz No 37, modelo 54. Ariel Hurtado, Nelson Jairo Beltrán y Gabriel Grajales, quienes transportaron los trasteos en los jeeps marcados con los números 44, 45 y 42, respectivamente, “el coroteo que no tenga su Corazón de Jesús” debe ser descalificado. Es decir, que el símbolo de la Moral y de la religiosidad, tiene mayor valor que las herramientas de trabajo.

Luciendo el primor de sus carrocerías o mostrando los rostros empantanados por el barro de los caminos, los yipaos de carga desfilaron con sus características heroicas -la fuerza y la capacidad- como una legión de amigos, como hormigas laboriosas, como una recua de mulas porque, al fin y al cabo, son las mulas modernas, a gasolina, de los campesinos.

El café, el plátano y las guamas, como trilogía inseparable fueron los más abundantes de la muestra, pero otros frutos de la tierra también asistieron a esta fiesta de los camperos que han visto pasar generaciones y degeneraciones de otros vehículos. Muchos los admiran, algunos los odian y todos los envidian pues “estos williz no tuvieron antecesores ni tendrán sucesores”, según leí en un aviso pegado junto a la placa de un yipao de libros, que participó en la categoría emblemática.

Como pétalos de una rosa gigante, imaginaria, los jeeps se desgranaron, se dispersaron, los unos hacia las montañas, otros hacia las carreteras modernas y unos pocos hacia los garajes en donde sus dueños los tienen como una tacita de plata que solo sacan a las exhibiciones en distintos eventos regionales y nacionales.

Batiendo sus laureles, los jeeps bajaron las llantas delanteras, se llevaron la algarabía popular, jirones de historia folclórica del Quindío y su gran libro de memorias en el que se ha escrito la cotidianidad de los habitantes de esta tierra, desde cuando estos carros llegaron por primera a vez a los parajes más recónditos hasta cuando fueron proscritos de las carreteras por un decreto nacional que derogó después el expresidente Samper en un acto trascendental en el parque Bolívar de Armenia.

Fatigados, pero no vencidos, los jeeps son una leyenda que viola con insolencia la fama de los vehículos nuevos y se mantiene vigente, como una lámpara encendida, como un homenaje perenne a los forjadores de esta raza del hacha y el machete.

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