El sionismo, por más que así parezca, no es la doctrina del sí-o-no. Es, como lo dice el diccionario oficial de los españoles, que nosotros utilizamos por pereza de hacer uno propio, la “Aspiración de los judíos a recobrar Palestina como patria”, y, el “Movimiento internacional de los judíos para lograr esta aspiración”. Son las dos primeras y únicas acepciones de esa palabra, afincada en uno de los nombres con que en la Biblia se conoce a Jerusalén: Sion, debido al Monte, que queda por ahí. Brevemente: el sionismo fue creado hace poco más de cien años –lo que es un corto lapso en la dilatada historia semita– por la diáspora judeo-europea –es decir, es una solución de Europa (británica) al problemita judío–, utilizando la conveniente excusa del retorno a la Tierra Santa, pero sin reconocer que ello sería a la tierra del que se dejara, o sea, en este caso, la débil Palestina.
Es esa la irracionalidad barbárica de los, no pocas veces, hipócritas pueblos europeos puesta en evidencia, la misma que hoy los hace callar ante la carnicería que los únicos hijos reconocidos de Dios perpetran impunemente. Y es la misma que los hace tratar como animales enjaulados a los africanos, árabes, asiáticos y latinoamericanos que van a Europa ilegalmente buscándose una vida mejor que vivir; el detalle está en que a los europeos se les olvida el saqueo, la destrucción y el genocidio que sus honrados antepasados cometieron sin sanción alrededor del mundo, incluso por aquí, donde aún se les venera como al Becerro de oro. Es, cómo no recordarlo, la misma barbarie de los españoles que, en nombre de su dios inquisidor, leían en sumaria ordalía la Biblia a los indios, como prueba mágica, a ver si los dueños de esta tierra entendían o no lo allí dispuesto por los viejos judíos: y como no lo entendían –porque no podían comprender lo incomprensible– eran pues pasados por las santas armas.
El sionismo que mata niños y mujeres en Palestina parece que está entre nosotros, en su tradicional forma brutal. Cosa sabida es que en Taganga, pintoresco corregimiento marino de Santa Marta, existe una suerte de asentamiento de jóvenes mochileros israelíes (exmilitares en su mayoría, de los obligados, y de los profesionales también, según cuentan), que, camuflados con otros extranjeros, y con los locales, hacen de él su paraíso perdido y recuperado, droga, prostitución e ilegalidad consentidas de por medio. En esa Babel caribeña, parece que, sin embargo, hay disensiones; no hace mucho vi por la calle principal del balneario, en alguno de los muchos bares/restaurantes judíos, un aviso publicitario en hebreo/inglés en el que, adicionalmente, se informaba al público que entendiera, con un “No Zionist!” bien extraño, que los allí propietarios no eran de la misma gente que se relame con la masacre sagrada de estos días.
Se pone uno a pensar si ese quiebre de la famosa unidad de los elegidos no responderá, en la distancia, a la leyenda negra que identifica a los sionistas como colaboradores de los nazis en el exterminio de los “otros” judíos, digamos, los menos europeos –menos blancos–, cuando la Segunda Guerra Mundial. Sea como fuere, sionismo me sigue sonando, insistentemente, a sí-o-no: a Sí, se hace lo que Dios, a través de su pueblo de orates auto-convencidos dice, o, No, no se respetará la vida de nadie. Sí o No. Algo así como el lemita de los enfermos nacionales: “Conmigo o contra mí; y si está contra mí, lo reto a duelo”. Unos y otros, no sirven para nada más sino para matar: son infieles, kafir, como dignamente se desquitan los islamistas tira-piedras que hoy padecen su holocausto particular, ante el silencio criminal de la comunidad internacional.