Apenas empezaba a comprender la vida cuando lo dejaron al cuidado de sus abuelos. Su madre, apesadumbrada, se despidió del niño para continuar acompañando con devoción los anhelos siempre peregrinos de su marido, el telegrafista. Esa sería la primera vez en que su infantil paladar sentiría la amargura del abandono. Durante los siguientes años descubriría el miedo, la muerte y la nostalgia de la mano de su abuelo, el veterano de la guerra, mientras su supersticiosa abuela le enseñaba a descreer del mundo reparando en él. Los días de su niñez marcarían a Gabriel García Márquez para siempre. El escritor, con el tiempo, resarciría la brutal realidad -esa y las que le siguieron- con la máquina imparable de su imaginación. No volvería a ser un niño abandonado jamás, aunque ese viejo estigma lo acompañaría hasta el final de sus días.
Ni siquiera la fascinante hipnosis colectiva que han traído los azares del mundial de fútbol han podido ocultar -por fortuna- la gravedad del criminal atropello al que se han visto sometidas cientos de familias inmigrantes en la frontera con Estados Unidos. A pesar de los frágiles correctivos que la administración de Trump promete ejecutar -comprobada la vileza de su decisión- una cruel realidad es evidente: el daño está hecho.
En efecto, las imágenes de niños desconsolados, separados de sus padres, durmiendo en “albergues temporales” (fracasan poco los eufemismos) provocarán un agobiante e inmediato miedo en los inmigrantes, a quienes ha quedado claro el efectivo y atroz mensaje: No Son Bienvenidos. La tierra de la libertad ha sido clausurada. Allende la frontera, la promesa se ha roto en pedazos.
Posiblemente uno de los peores fracasos que ha traído consigo esta nueva política de tolerancia cero con la inmigración ilegal en Estados Unidos, es poner sobre la mesa una discusión zanjada -en apariencia- hace décadas: los límites de lo inhumano. Mucho se tuvo que padecer durante el siglo XX para comprender -valga la ironía- que hay fronteras que no se cruzan: los niños no se separan de sus familias a la fuerza, tampoco se marcan con números y letras, y mucho menos se confinan en centros de reclusión por el origen de sus padres. Dice el aclamado profesor de escritura para cine Robert Mckee que lo más bajo de la naturaleza humana se halla en ese oscuro y húmedo lugar donde se dota de sentido a la arbitrariedad y a la bajeza, disfrazándola de justicia o ley. Este es uno de esos casos.
La experiencia más desagradable ha sido ver
cómo muchos han caído en la trampa de la justificación;
esa sutil complicidad que se esfuerza en darle explicación a lo inexplicable
No obstante, la experiencia más desagradable ha sido ver cómo muchos han caído en la trampa de la justificación; esa sutil complicidad que se esfuerza en darle explicación a lo inexplicable. Varios han vociferado excusas que evitan comprender -y asumir- las razones de las migraciones humanas en la actualidad: la violencia, la segregación y la corrupción. Si miles de familias han emprendido estas conocidas y penosas vorágines, se debe, en la mayoría de los casos, al cumplimiento de la obligación ancestral de todo padre: salvar a sus hijos. No se les puede responsabilizar por labrarse un mejor mañana, o incluso, un mañana a secas.
En cualquier caso, lo que a toda costa debe evitarse es la normalización de este tipo de medidas. Los organismos internacionales y demás países deben persistir en la denuncia y condena clara y constante de este tipo de “soluciones”, puestas en marcha, cada vez con más frecuencia y naturalidad, ante el avasallante dilema que presenta la migración de millones de personas.
No todos los niños correrán con la fortuna de afrontar un dolor con la gracia y genialidad que lo hizo Gabo, para muchos, separados de sus padres la vida habrá comenzado, la inocencia vagará perdida y empezarán a sufrir la enfermedad del adulto: la ausencia de la confianza en el porvenir. Pero el mayor fracaso, sin duda, será el nuestro como sociedad al haber permitido -de nuevo- que nuestros niños, los intocables, sean heridos de forma prematura y mortal con la flecha venenosa de la realidad.
@CamiloFidel