Su ventaja natural es su tamaño. Invisibles por diminutos de talla y estrechez de mentes. Pequeños, (pequeñísimos) destinados -por alguna sabia providencia- a vivir de pequeñeces. Pardos de alma y pálidos de mejillas se pasean por los corredores de hospitales buscando a quien hacerle la conversación. Los convalecientes, que ya los conocen, se hacen los dormidos -incluso los muertos- para evitar cualquier charla impertinente y locuaz. Ellos, los insignificantes, insisten en tener una opinión sobre todo y sobre todos. Su interés no es acertar, es opinar. Gran diferencia.
Por siglos se mantuvieron ocultos, durmiendo en madrigueras hechas de cáscaras de maní y talco para los pies. Nadie, ni siquiera el más indeciso de los solitarios, les prestaba atención o cuidado; solo las iglesias, en un acto imperturbable de caridad, les abrían sus puertas, pero sigilosos ordenaban a sus monaguillos vigilar que no fueran a invadir los confesionarios con listados eternos de pecados ajenos. Practicaban el escándalo y el chisme como un deporte de mesa parecido al ping-pong. Solían organizar campeonatos entre ellos y premiarse -a todos sin falta- con trofeos brillantes pero baratos. Ni sus madres los soportaban. (Madre hay una sola, dicen por ahí).
Sin embargo, la vida no se queda con nada, y desde la invención del internet, parecen vivir sus días de júbilo; su época dorada. Nunca antes, en la historia de esta breve humanidad, se había prestado tanta atención a la bulla de los necios de oficio, a los papanatas de profesión, en fin, a los insignificantes. Pero todo cambió esa tarde aciaga en la que descubrieron, por pura suerte y terquedad, que sus tonterías tenían un público aburrido de tanta zalamería, que rugía ávido por oír disparates y pensamientos desafinados.
Hoy, desde la madrugada hasta más allá de las doce de la noche, se sienten reyes todopoderosos; se dejan crecer las tripas para digerir todas las mentiras que dicen. Comparten la misma capacidad de elucubración que sus rodillas. Sus posiciones parecen más que conclusiones reflejos; todo lo que les suene a sensatez lo apedrean sin cesar; les gusta atacar en manada: cobardes confesos. Por si fuera poco, sienten en la obligación de descartar al prójimo que no se les parece o que no se atreve a usar sus mismas aguas de colonia, con olor a pino. Mala costumbre que les trajo la soledad de ser soportados -únicamente- por sus espejos. Rotos siempre rotos.
Triste decisión la de mercenarios que sin reparar en su bellaquería,
les entregaron micrófonos, columnas y antenas para provocar
y para hacer -sin miramientos- arder el sentido común
Lo grave del asunto es que los insignificantes depende de los proclamados sensatos para acercar sus enredadas trompas a la superficie y poder respirar. Triste decisión la de mercenarios e indiferentes que sin reparar en su bellaquería, les entregaron micrófonos, columnas y antenas para provocar y para hacer -sin miramientos- arder el sentido común. Hoy ya elegidos como próceres y líderes de opinión, se pavonean con cuellos de camisa que los superan; pisan el ruedo suelto de sus pantalones y por eso sus pasos parecen infantes torpes. Roedores jugando a ser tigres.
Una última advertencia: estos encorvados seres, con expresión ratonil, requieren de su indignación para subsistir. Se alimentan de rabia ajena y desconcierto colectivo para cobrar cumplidamente sus gruesos sueldos. Son enemigos acérrimos de retractarse y tienen lóbregas pesadillas en las que tienen que pedir disculpas. Es mejor evitarlos, inobservarlos y omitirlos. Siquiera nombrarlos es darles la importancia que jamás merecerán.
Tanto había asegurado el hombre su idilio a la razón que se olvidó de saber tratar a los insignificantes. La necedad resultó ser contagiosa y la insignificancia, un prestigio.