Cuando hace varios años le escuché esta frase a un profesor de la Universidad, pensé que solamente se trataba de un sarcasmo académico, como muchos otros que suelen usar los buenos profesores que dejan frases memorables en los recintos estudiantiles, unas veces a título personal y otras veces parafraseando a ciertos autores.
Sin embargo, con el paso de los años me pude dar cuenta que lejos de ser una exageración, la idea de que a un ingeniero colombiano se le cayera un andén podría perfectamente ser parte de la cotidianidad de este país.
Porque tristemente pasa y sin duda seguirá pasando. Sin querer tomar una actitud necesariamente escéptica, hay que concluir que no hace falta ser especialista en el tema para darse cuenta de que a los profesionales de este gremio en Colombia lo que más les hace falta es ingenio, agudeza e iniciativa.
Si uno mira el entorno de las pequeñas y grandes ciudades colombianas se va a encontrar con una penosa realidad: son muy pocos los trabajos de ingeniería y arquitectura portentosos que puedan llamar la atención de propios y extraños. Bogotá, por ejemplo, solo puede vanagloriarse de tener el barrio la candelaria y la Plaza de Bolívar como atracciones turísticas.
Más triste aún es darse cuenta de que todo lo que atrae la atención de los visitantes fue lo que dejaron los españoles varios siglos atrás; es decir, viejas casonas, plazas, iglesias y conventos. Pero para ser honestos el país, con su inmenso gremio de ingenieros y arquitectos, no ha levantado en el último siglo nada digno de aparecer entre las maravillas de la región.
Con todo, creo que una de las ciudades en donde con más descaro y altanería se levantan obras civiles de forma grotesca es Tunja. Quizás sea por el tradicional conformismo de sus habitantes ante los atropellos que cometen sus administradores, y —por supuesto— en razón a la torpeza e inoperancia de la clase política de esa región.
Yo, por ejemplo, que por estos días me encuentro en Tunja, ciudad donde nací, puedo decir con absoluta certeza que los profesionales de la construcción están perdiendo allí el año. No hay que ir muy lejos porque ejemplos abundan por doquier.
Hace 8 años se inauguró un viaducto sin andenes peatonales. Los transeúntes deben pasar por allí bajo su propia cuenta y riesgo y eso que estamos hablando de la obra civil más grande construida hasta el momento en esa ciudad.
Otro ejemplo es la doble calzada que se terminó de construir oficialmente apenas el año anterior. Vía que comienza en Briceño-Cundinamarca y que termina unos kilómetros adelante de Duitama-Boyacá. El político de turno se apresuró a inaugurarla hace apenas unos meses con discurso “veintejuliero”, pese a que hoy todavía hay tramos sin terminar.
Esta obra debió haberse inaugurado en 2007. Su retraso fue de 10 años, pero más allá de la dilación en su entrega, que ya de por sí es ofensiva, lo que más indigna es la mediocridad en los diseños y acabados, así como el desconocimiento sobre los parámetros mínimos de seguridad en una vía de estas características en cuanto a separadores, bermas, bahías, puentes peatonales, etc. Es decir, una doble calzada a la altura de un país tercermundista.
Y también en Tunja, hace apenas cinco años, se terminaron de construir unos andenes en gran parte del centro histórico de la ciudad y otras zonas adyacentes y periféricas. Hoy ya casi todos están agrietados y hundidos. Pésimos materiales e incompetencia profesional podrían ser las causas del fracaso de este millonario contrato. Y eso que el alcalde de turno de la época era un arquitecto.
Veamos otro ejemplo: al estadio de fútbol de Tunja se le construyeron dos tribunas sobredimensionadas —la oriental y la del norte—, es decir con una capacidad de aforo superior al promedio de espectadores que ingresa a este escenario. No en vano a este estadio se le conoce como “el más grande del mundo” porque nunca se llena. Pero junto a la precariedad de la obra —porque nunca se terminó— sobresalen los diseños toscos y antiestéticos.
Hace unos meses le instalaron sillas con ocasión de un partido de la Copa Suramericana. Esto no sería malo si por lo menos se le hubieran dejado los correspondientes pasadizos para entrada y salida de espectadores a las distancias correctas.
Y la lista sigue: un reconocido centro comercial que se construyó en Tunja hace unos años pretendía levantar una segunda etapa. Ya se habían puesto, alegremente, a la venta los locales comerciales. No obstante, algunos vecinos, con toda la razón, interpusieron una demanda porque el dichoso centro comercial no contemplaba la ampliación de sus parqueaderos. Y es que en la actualidad los barrios aledaños al centro comercial se han convertido en auténticos estacionamientos con las molestias que esto conlleva al vecindario.
Pero no es todo: el municipio jamás pensó desde el comienzo en los problemas subyacentes que traería un proyecto de estas características al no haber previsto vías de acceso ni puentes peatonales. Una muestra más de la improvisación e incompetencia de los ingenieros y planeadores de esta ciudad. De momento el mencionado proyecto de ampliación está detenido, sospecho que no por mucho tiempo, porque terminarán prevaleciendo los intereses económicos de los dueños del centro comercial, que son bastante conocidos en el país por levantar este tipo de obras.
Sin embargo, la bomba de tiempo de la urbanización incontrolada se sigue cocinando. En Tunja se está dejando entrever el mismo fenómeno que en Bucaramanga, solo por citar un ejemplo, en donde hace algunas décadas se comenzó a construir, literalmente, una ciudad nueva sobre la antigua. El resultado es lo que vemos hoy en día, una auténtica selva de cemento plagada de edificios multifamiliares que se roban la luz natural, el aire, los espacios y la privacidad. En Bucaramanga conseguir una casa es misión imposible. La oferta inmobiliaria se limita a la propiedad horizontal.
En Tunja los constructores comenzaron a hacer lo propio. Ya se levantó el primer edificio de apartamentos de 30 pisos, mientras que decenas de condominios y proyectos multifamiliares hicieron su aparición. En todos ellos el común denominador son los malos acabados, materiales de baja calidad y diseños en función del lucro del constructor y no de la comodidad del comprador.
El resultado son unas horrendas cajas de fósforos que, además, son unas verdaderas neveras. Sí, porque el clima de Tunja no supera los 15 grados la mayor parte del año. Estos inteligentes arquitectos nunca quisieron entender que allí no se puede construir como en clima caliente; que se requieren diseños más inteligentes y materiales adecuados para aislar el frío. Pero, claro, si así lo hicieran no podrían alimentarse de este jugoso negocio. Por eso su ética mercantilista les dice que deben levantar estas obras de manera simple y vulgar.
Por su parte el municipio seguirá haciéndose el “pendejo” otorgando licencias sin antes haber revisado las vías de acceso, servicios públicos, andenes y zonas verdes, por no mencionar que no están respetando, por ejemplo, el área del centro histórico —en donde también pululan estos edificios—que es de protección patrimonial. No obstante, se permite construir de manera grotesca verdaderos adefesios que no guardan armonía con el estilo colonial característico de esta zona urbana.
Y sí. A los ingenieros colombianos se les cae hasta un andén. En la misma calle donde vivo se está levantando otro de estos “proyecticos”. A los pocos días haber comenzado con esta construcción se les cayó el andén y parte de la vía. Por fortuna ningún trabajador o peatón pasaba por allí —a plenomedio día—cuando todo se vino abajo. Sobran los comentarios acerca de lo que pudo haber pasado porque es más que evidente: no hicieron los estudios de suelos ni los cálculos que correspondían. Probablemente no vieron esa materia en la universidad. Pero qué se puede decir, si es que a muchos de nuestros ingenieros y arquitectos les queda grande hasta hacer una suma.
No obstante, la odiosa mediocridad no es exclusiva de los ingenieros boyacenses. En Bogotá, el deprimido de la 93 se le presentó al país con las fallas ya conocidas de diseño y estructura.
En otras zonas del Colombia se cuentan por decenas los puentes que se caen a los pocos meses, e incluso semanas, de haber sido inaugurados; obras inconclusas; edificios que se desploman y dejan víctimas; calles destruidas; semáforos mal instalados y concebidos; ausencia de señalización; falta de arborización, es decir, ciudades mal construidas, a medio terminar y en obra negra.
Obviamente el telón de fondo de toda esta mezquindad es una inapelable y sentenciada corrupción del gremio, la cual va de la mano con la incompetencia profesional que se gesta en muchas universidades.
Uno francamente diría que si un día —en doscientos o trescientos años— Colombia aspira a ser un país medianamente desarrollado, debería optar por desbaratar las ciudades ya existentes y construir otras nuevas, porque a las que ya están hechas muy probablemente se les pueda caer hasta un andén.