Hace sesenta años todavía eran tan bravos que los pasajeros de los aviones que transitaban por el aire la espesa selva del Catatumbo, afirmaban verlos tirar flechas a los D-C 4 que por ese entonces volaban muy bajo, driblando montañas. Nada pudo aniquilar a los llamados indios Motilones, ni los capuchinos que fueron hasta su territorio a conquistarlos a punta de biblias y plegarias, ni los conquistadores de frondosas barbas y espadas relucientes.
Los Barí, en pleno 2021, siguen luchando por quedarse en sus tierras. En inmediaciones de la Terminal de Transporte de Cúcuta se reunieron en la mañana de este lunes en un plantón que se convertiría en una marcha pacífica. Empezaron a caminar sobre la Diagonal Santander hasta llegar frente al centro comercial Ventura Plaza, luego hacia el Palacio de Justicia donde ubicaron la avenida Gran Colombia y finalmente Las Cascadas de El Malecón, exigiendo que se entreguen soluciones a para los territorios de su comunidad, otro de los grupos que ha marchado en el marco del paro nacional.
#ParoNacional31M| Por la defensa de la vida y el territorio, el Pueblo Indígena Barí hoy se moviliza en unidad por las calles de Cúcuta en Norte de Santander.
La dignidad de la resistencia indígena:
¡Que viva la Minga y el Paro Nacional! #MingaNacional. @ONUHumanRights @CIDH. pic.twitter.com/5NPEKOs4KI— Organización Nacional Indígena de Colombia - ONIC (@ONIC_Colombia) May 31, 2021
Su lucha es por la sentencia judicial T 052 y el derecho de su comunidad de la propiedad colectiva de la tierra. Quieren defender su territorio, tener reconocimiento por sus tierras y sobre todo, defenderlas de las fumigaciones con Glifosato.
La historia del pueblo Barí, los mismos Motilones es larga y dolorosa. A comienzos de la década del 20 llegaron los primeros norteamericanos a Norte de Santander amparados por el contrato Chaux-Folson por el cual el gobierno colombiano le entregaba en concesión a las multinacionales Colpet y Gula, el derecho a explotar petróleo en un área de 186.805 hectáreas. Poco o nada le importaría a la llamada Concesión Barco que este territorio fuera el corazón del pueblo Barí.
Los aborígenes, aún sin entender si esos hombres altos, de ojos del color de la esmeralda y cabellos dorados habían salido del infierno o de la más oscuras de sus pesadillas, tuvieron que ver como los extranjeros, con la fuerza de sus máquinas, devastaban la selva y rompían la tierra, como voraces fieras de acero, para extraer su sangre.
Sobre esas casi doscientas mil hectáreas se instalaron una refinería y 38 pozos de producción de crudo. De todas partes del país llegaron campesinos que, desesperados por los jornales de hambre a los que eran sometidos por los latifundistas del interior del país, se internaban en el Catatumbo, ese exuberante universo donde la malaria, los rayos y los indios eran los amos.
Los forasteros tumbaron los árboles, drenaron los ríos, destruyeron montañas y crearon un pueblo cuyo único fin era contar toda la ganancia obtenida de la explotación de un suelo sagrado y ajeno. No importaba el calor, ni la tosquedad de las casas de los aldeanos que contrastaban con las lujosas edificaciones donde vivían los ingenieros norteamericanos. Los tres mil forasteros que habitaron las primeras casas de Tibú no pensaban quedarse por mucho tiempo
Entre el monte ellos siguieron resistiendo, luchando, frenando la creciente y voraz colonización campesina, financiada por supuesto por los salarios de la Colpet. Cuando los indígenas se dieron cuenta que la guerra los empezaba a diezmar alarmantemente, decidieron usar la diplomacia. Por primera vez pidieron ser escuchados por el gobierno y este les concedió un papelito donde se constaba que todo ese territorio, sobre el cual las multinacionales cerraban su cerco, era una reserva forestal nacional. La serranía de los motilones estaba a salvo.
Durante un año los Barí vivieron en paz. Entonces pudieron volver a cazar, sentir con su cuerpo ese río impetuoso que ellos dominan a voluntad. Confiaron en que el apetito de los invasores podía tener límite. No sabían que en occidente el Dios que más se anhela es el que viene incrustado en las morocotas de oro.Pero la calma duró poco. Gente muy bien pagada de la Colpet envenenó el agua que bebían y la sal con la que condimentaban la carne que cazaban. Trabajadores de conciencia tranquila sabotearon los controles sanitarios y entonces la leishmaniasis, la tuberculosis y la malaria, devastaron a la población indígena como había sucedido 500 años atrás.
Era la década del sesenta y la presión de las petroleras fue tanta que el filólogo e investigador noruego Bruce Olson, quien fue el que hizo visible para el mundo a esta tribu de guerreros y quien llevaba algunos años conviviendo con ellos, fue sacado del Catatumbo. Con más de 70 años sigue brindándoles la asesoría necesaria a su larga y ardua lucha.
Entre la década del 70 y el 90 el gobierno le da territorio Barí a la Mannesman para que exploten a su antojo. Entonces viene la segunda ola de campesinos sedientos de dinero y gloria. Los Barí empezaban a darse cuenta de que ellos no importaban, que cualquier voz sería silenciada, y que no faltarían muchos años para que ellos fueran borrados de la faz de la tierra.
Esta ola de colonización tuvo un nuevo componente que se acentuaría a principios de la década del ochenta. Empezaron a llegar los ejércitos de las FARC, el ELN y el EPL, por consiguiente detrás de ellos venía el ejército. Los Barí, un pueblo acostumbrado a pelear sus propias guerras, ahora quedaba encerrado en un conflicto que no era de ellos, que ni siquiera entendían. Desde la rivera veían flotar por el río sagrado un rosario de cadáveres hinchados, carcomidos por los peces. Se desmoralizaron, dejaron a un lado las flechas y las lanzas y se echaron a morir. Estaban acosados. En 1983 tan sólo les quedaba el 10 por ciento de un territorio que había sido suyo.
Los resguardos frenaron el genocidio y aunque no murieron perdieron el alma. Los narco cultivos empezaron a germinar en su tierra desde 1996. Una tercera oleada de campesinos llegó para raspar la coca. La ofensiva paramilitar de 1999 hizo que muchos colonos se asentaran en su territorio huyendo de las masacres. Ya no tienen la fuerza para echarlos de allí.
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