En las últimas semanas se ha hecho viral la noticia de la recuperación ambiental de las playas de Santa Marta y Cartagena, a raíz del Aislamiento Preventivo Obligatorio (APO) decretado para reducir los contagios de COVID-19. Varios de los medios de comunicación más leídos del país y de la Región Caribe han mostrado fotos y videos de estas playas, en tono de celebración por el regreso de delfines y el color azul de las aguas. Sin embargo, la pregunta que se debe hacer es ¿debemos celebrar que una pandemia logró aquello que la gestión ambiental no pudo?
En Colombia se presenta el turismo de sol y playa como uno de los más importantes, cuando en realidad estamos a décadas de distancia de la gestión y calidad de nuestros más cercanos competidores. Solamente Cancún en México, Varadero en Cuba o Punta Cana en República Dominicana reciben más turistas por año que en toda Colombia. Y no es que la gestión de esas playas sea perfecta, quizá a excepción de Varadero, pero al menos han logrado mantener sus playas limpias y ordenadas. Algo que en Colombia todavía no pasa en ninguna playa, o al menos al nivel de estos tres directos competidores.
Pero en el país si existen las herramientas técnicas y legales para lograrlo. El Decreto 2324 de 1984 establece como autoridad marítima en las playas a la Dirección General Marítima. La Ley 99 de 1993, ajustada luego por la Ley del Plan de Desarrollo del Gobierno Santos I, define a las Corporaciones Autónomas Regionales como las autoridades ambientales al nivel local hasta el límite del mar territorial. El Decreto 1617 de 2013 crea los distritos especiales y establece la creación de un comité de manejo de zonas costeras, con coordinación nacional y participación de los alcaldes distritales. Pero ninguna de estas normas es tan relevante, como el Decreto 1766 de 2013, expedido en cumplimiento de la Ley General de Turismo de 2012, con el cual se crean los Comités Locales de Organización de Playas. Es ésta norma, con todas sus deficiencias y ausencias, la que mejor permite que los niveles nacional y local actúen para que no se requiera una pandemia para tener playas limpias, ordenadas, sanas.
Y el asunto viene a colación por la euforia nacional, casi patriótica, de las noticias y comentarios en redes sociales sobre la recuperación de las playas. No queda claro qué se celebra, pues lo que se recuperó en dos semanas, seguramente se va a perder en cuestión de días, cuando el mismo turismo insostenible regrese a usufructuar las playas, que son propiedad de los ciudadanos, ni siquiera del Estado. No es claro si la celebración gira en esa esperanza que sin humanos las playas estarían mejor, y quizá se deban de cerrar definitivamente para su uso. No es claro qué se celebra, pero lo cierto es que hay celebración; somos un país que le gusta celebrar, punto.
Pero más allá del júbilo inmortal, queda la pregunta de ¿qué pasará apenas termine el APO? En Colombia, a diferencia de todos los países que son competencia nuestra en turismo de sol y playa, no existe un monitoreo permanente y suficiente de la calidad del agua de baño de las playas. Lo más cercano es el monitoreo de la REDCAM, que coordina el Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras (INVEMAR), el cual no solo no está diseñado para playas turísticas, sino que además tiene una periodicidad semestral, cuando lo mínimo recomendado a nivel internacional es mensual.
Prácticamente ninguna autoridad ambiental tiene estudios o planes para establecer en el corto plazo un seguimiento a los más básicos parámetros, como microorganismos patógenos, residuos sólidos o ruido en las playas. Es prácticamente seguro que, con la experiencia vivida hasta ahora en las ciudades costeras del país, en menos de 15 días se habrán retomado los niveles de degradación ambiental de las playas, sin haber sabido ni siquiera hasta qué nivel objetivo se habrán recuperado después del APO.
Pero aún hay tiempo de actuar, y ese es el mensaje que este artículo quiere transmitir. Mientras los delfines paseaban por la Bahía de Santa Marta (aunque haya versiones que son los del acuario del Rodadero), en el país se aprobaba el CONPES Bioceánico, un ambicioso documento de política que busca recuperar los más de doscientos años de dar la espalda al mar. Existen los comités locales de organización de playas que, si bien hace falta acompañamiento de la Procuraduría para su cumplimiento, siguen siendo la principal herramienta para una gestión integrada y eficaz de las playas marítimas en los 47 municipios costeros del país.
Para reconocer que algo aprendimos del aislamiento que nos obligó el COVID-19, la euforia de los delfines debe traducirse en lecciones aprendidas. Todavía hay tiempo para que las autoridades ambientales, en conjunto con los comités locales de organización de playas, establezcan un protocolo de ‘re-ocupación’ de las playas. Un mecanismo claro que permita un regreso gradual y ordenado del turismo a las playas, autorizado solamente para aquellos que cumplan unos mínimos de sustentabilidad de su actividad. Hay tiempo para que por fin las autoridades ambientales y sanitarias, como ocurre en casi todo el planeta, se empiecen a hacer cargo de monitorear con suficiente frecuencia y rigurosidad las aguas de baño y la arena de las playas más visitadas.
Quizá fue necesario que viniera el COVID-19 para que finalmente el incipiente inventario de las playas turísticas del país que hizo el Viceministerio de Turismo en 2018, sea terminado y publicado. Quizá era necesario que una pandemia atrajera la atención de la gran prensa hacia el mal cuidado que estamos haciendo de las playas, incluso con videos y fotos que ni siquiera son de esas playas. Quizá el corona-virus no era un asunto sanitario solo para la salud de las personas, sino también de las playas y otros tantos ecosistemas que toman aire de nuestros pésimos hábitos como turistas. Quizá haya llegado el momento de que Colombia se vea como un país con un enorme y valioso maremtorio, no importa que haya sido por una pandemia, pero que ese momento haya llegado.