Hace unos días tuve un cruce de mensajes en Twitter con una amiga sobre los anuncios que se hicieron en la Habana el pasado 23 de junio. En principio, parecieran reflejar lo que está pasando en el país: hay unos ilusos que quieren la paz y unos infames que aman la guerra. Y digo 'en principio' porque como bien lo señala mi amiga, este país es de pasiones fuertes, de polarizaciones, de negro o blanco, de sol o luna, sin detenernos a analizar que en realidad esos "o" que nos separan, no existen, hacen parte de la cortina de humo que hemos creado (o que nos han creado), de la "desesperanza aprendida" (término que me enseñó un amigo psicólogo) que se ha incrustado en nuestros genes por generaciones y que no nos deja ver que en realidad se complementan.
Ni por un instante dudo que mi amiga quiera un mejor país; sus críticas y preocupaciones son totalmente válidas, así como la de muchos a quienes, erróneamente, se le han etiquetado como amantes de la guerra (aunque algunos verdaderamente lo sean porque se lucran de ella o por algún motivo perverso). Además, estoy completamente segura que por estos cuestionamientos es que los negociadores han tenido mayor cuidado en los planteamientos y acuerdos que se han venido realizando, que como muchos hemos reconocido, tanto ilusos como infames, están lejos de ser perfectos. Aunque aquí la gran pregunta sería ¿perfectos para quién? (lo que supondría, por supuesto, otra polémica en este país).
Por otra parte, los que celebramos la firma del acuerdo para el cese al fuego bilateral no nos dejamos engañar tan fácilmente. Sabemos que esta firma no es la paz, aunque usemos el hashtag de #SiALaPaz; no obstante, estamos completamente convencidos que esta puede ser la oportunidad para hacer las cosas diferentes. Yo por lo menos se lo debo a mis sobrinos y a los hijos que no he tenido, pero también se lo debo a las personas que he conocido recorriendo este país y que, con lágrimas y sangre, han sufrido este conflicto. Se lo debo a esa señora que entre llantos me dijo, en un evento de reparación a víctimas en Popayán (Cauca), que el cheque que le daban jamás le devolvería a su hijo policía que había muerto en la guerra y que su otra gran pena era no saber de su otro hijo que se había ido con la guerrilla. Policía y guerrillero, hijos de la misma madre. Se lo debo a los encargados de ese Centro de Recuperación Nutricional en Caldono (Cauca) que me mostraron los huecos de las balas en las paredes y el cuartico donde se escondían con los niños cuando se iniciaba el fuego cruzado.
¡Una paz sin heridas, una paz perfecta, una paz sin entregar al país! dicen las consignas. Pero, ¿qué significa esto? Otra amiga, ilusa ella, me contó que le preguntó a una señora en Tumaco si estaba de acuerdo con el Proceso de Paz y ella le respondió: "si eso puede lograr que de 8 bombas a la semana bajen a 3 entonces estoy de acuerdo". Muy seguramente, para ella esto sería una paz perfecta que, por supuesto, difiere totalmente de la paz que nos imaginamos los ilusos y los infames que vivimos en las urbes.