Rodrigo García Barcha tenía seis años cuando sus papás, un viernes por la tarde de 1965, lo montaron en la parte de atrás de un Opel Blanco del 62, lo pusieron al lado de su hermanito Gonzalo, que tenía 3, y se fueron del DF México a pasar el fin de semana a Acapulco. En el trayecto Gabriel, su papá, no paraba de contarle una historia a Mercedes. Se le había ocurrido a los 16 años, cuando recién descubría Bogotá, esa ciudad gris cuyas calles siempre estaban mojadas por la lluvia y en donde los hombres vestidos de negro fúnebre estaban condenados a no ver una sola mujer. Era la historia de una casa, de un Coronel que hacía pescados de oro, de un gitano con manos de gorrión, de un viejo patriarca loco amarrado a un árbol de almendrón, de una mujer que podía vencer todas las tempestades. “Siempre he querido escribirla pero nunca he encontrado cómo” y de pronto, en medio del trayecto, Gabriel se convirtió en García Márquez, detuvo el carro y se devolvieron al D.F.
En la mitad de ese viaje inconcluso tuvo la epifanía, ya sabía como arrancarla. Le dijo a Mercedes que, por lo menos en un año, se encargara de todos los oficios de la casa. Como una imagen borrosa Rodrigo recuerda a su papá trabajando sobre la máquina en su cuarto siempre abrigado y con un olor inconfundiblemente tropical. Nunca le decía nada, estaba como en otro mundo. Un poder de concentración que siempre le envidió. Estaba pariendo Cien años de soledad
La obra maestre que medio siglo después, sin Gabo en este mundo, en marzo del 2019 Gonzalo y Rodrigo García Barcha le vendieron a Netflix los derechos para convertirla en una serie. Algo que su autor nunca quiso hacer ni siquiera para ser llevada al cine dirigida por maestros como Kurosawa. Ahora por decisión de sus hijos será uno de los tantos productos que exhibe la plataforma. Rodrigo y Gonzalo son los productores ejecutivos.
El hijo mayor vaya que sabe de series. Nacido en Bogotá en 1959 pero criado en México, Rodrigo ha dirigido más de 20 capítulos de series tan importantes en la historia de la televisión como Los Soprano, Seis metros bajo tierra, Carnivale y En terapia. Es uno de los directores más confiables que puede tener HBO. Sus dos metros contrastan con la baja talla del Nóbel. “Siempre dijo que era el hijo del vecino” recuerda Rodrigo. Gabo vivía orgulloso de él. Es que había conseguido ser lo que siempre soñó: un director de cine reputado en Hollywood, con películas que además aspiraron al Oscar como Albert Nobs, protagonizada por Glenn Close, una de sus actrices fetiche.
Los dos hijos crecieron a punta de cine. No sólo era las visitas constantes de Emilio Fernández, Luis Alcoriza o Miguel Barbachano Ponce, los padres putativos de la edad de oro del cine mexicano, a tomarse unos tequilas con su papá, era la obsesión constante del viejo estudiante del Centro de Experimentación de Roma, al lado de Cesare Zabattini, por volver a ver todas esas películas que alguna vez vieron al filo del hambre con su viejo amigo y compañero cinematográfico Guillermo Angulo. El cine, en esa época, finales de los sesenta, era más importante que la vida en la casa de la Calle Fuego.
Gonzalo es un tipógrafo que lidia con la estética de la letras, editor y diseñador gráfico inevitablemente ligado al cine. Mexicano del año 63, su estilo se ha visto en créditos de diferentes películas. Desde su editorial Blacamán hace libros hermosos. Ambos están influenciados, más que por la literatura o por el cine sino por la capacidad de contar una historia. Ambos bebieron de la fuente directa de Gabo quien trabajaba siempre en la casa. Cuando ellos llegaban del colegio a la casa del 144 de la Calle Fuego, a las 2:30 de la tarde, el escritor terminaba de trabajar y podía disfrutar con sus hijos. Se sentaban en la mesa y almorzaban y Gabo, si no tenía una historia para contar, tenía varios amigos a los qué atender. Los invitados podían ser los viejos amigos de siempre: Regis Debray, Cortázar, Vargas Llosa, Buñuel.
Gonzalo recuerda que muy pequeño, a los seis años, cuando ya Cien Años de Soledad había hecho explotar en mil pedazos la literatura latinoamericana, se habían ido a vivir a Barcelona, al abrigo de la Mamá Grande, la editora Carmen Barcell. El juego que más disfrutaba hacer con su papá era romper pilas de folios de papeles llenos de letras que nunca se iba a publicar. Desde ahí entendió que el arte era un oficio tan exigente como el del obrero que levanta una casa. Ese perfeccionismo lo ha llevado a ser uno de los tipógrafos más respetados de México, así ya no viva ahí sino en París, al lado de su esposa la fotógrafa Pía Elizondo, hija otro gran escritor mexicano: Salvador Elizondo. Su hijo Mateo heredó la capacidad de narrar de su abuelo y su primer libro de crónicas será publicado próximamente por Alfaguara.
A su amigo predilecto, el “respetado escritor” como le decían en broma, Gonzalo y Rodrigo lo fueron viendo deshacerse en el tiempo con la misma tristeza con la que Aureliano Buendía veía difuminarse el espectro de Melquiades en el viejo taller. La peste del olvido empezó a atacar a su padre por allá en el 2003, justo cuando ya se había puesto a trabajar en Vivir para contarla. En ese libro se evidencia el deterioro que le iba produciendo gradualmente el mal alemán. Las primeras páginas son vibrantes, magníficas. Uno de los testimonios más potentes que se han hecho sobre el Bogotazo, del cual Gabo fue testigo. Pero luego todo se vuelve fango, podredumbre, como quedó Macondo cuando los gringos se fueron después de la lluvia.
Gabo murió en marzo del 2014. Pero desde mucho antes ya los dos hermanos manejaban los derechos de publicación de una novela, como Cien años de soledad, que había vendido de 50 millones de copias en todo el mundo. Durante la pandemia, uno de los libros más vendidos en Estados Unidos es El amor en los tiempos del cólera que ha vendido en todo el mundo 70 millones de ejemplares. Las cifras de las ventas de los libros de Gabo crecen exponencialmente y la lectura de su obra nunca ha decrecido.
La Universidad de Texas les pagó USD 2.2 millones en febrero del 2015 por la adquisición de su archivo privado que contenía 2.000 cartas, 40 álbumes de fotos e innumerables notas y apuntes, documentos tan valiosos para la humanidad como el manuscrito definitivo de Cien Años de Soledad.
Con la partida de Mercedes Barcha el pasado 16 de agosto, una muerte silenciosa en Ciudad de Mexico, Gonzalo y Rodrigo Garcia quedaron con la tarea mayor no solo de manejar la fortuna del escritor más rico, famoso y maravilloso que ha dado Latinoamérica sino de dignificar su herencia y lograr en lo inmediato que la versión para Netflix de Cien años de soldad esté a la altura de lo que habría soñado su padre Gabriel García Márquez .