Hace mucho tiempo unos bárbaros halcones llegaron a mi pueblo a desangrar a bombazos y metralla el sueño de los frutos y, como Zapateiro, el infeliz verdugo, a congraciarse con la muerte de los niños de mi patria, como la heroica Palestina hoy en lucha con Netanyahu, el grotesco personaje que inauguró el límite del odio con biblias y cadáveres y de paso congraciarse con USA, con el concierto de la muerte horrible o como el señor de las sombras vomitando falacias en la tv, o el Siglo de Laureano en el pasado siglo, o las ridiculeces de Vicky en la atroz Semana, o los rostros insepultos de los campesinos y sus dioses ad-portas del infierno, o el grito vegetal de la venganza que renace y muere en orfanatos y pocilgas de las urbes, o las rocas del hambre en los desiertos de la tierra muerta.
En Villarrica Sumapaz, hace 68 años, una jauría de verdugos verde oliva arrebataron del brazo de sus padres miles de niños, subidos en decenas de camiones y los arrojaron en albergues y orfanatos de donde nunca pudieron regresar.
Otros cientos de niños murieron en las marchas del hambre de Galilea, Sumapaz y el Duda y sus pequeños cuerpos quedaron insepultos en los lodazales de la selva mientras sus madres y hermanos huían de la muerte que los perseguía día y noche acusados de “maleantes”, de todo y de nada.
Eran los niños de la otrora Andalucía de los Cuindes, el sabor amargo de mi patria chica. Eran los años de las “guerras campesinas” de Villarrica –1952-1953-1955. Había que salvar la patria, dijeron los causantes del odio y la muerte con el aplauso de generales y coroneles y farsantes, traidores y verdugos.
"La historia ha muerto", manifiestan los modernos esclavistas de nuestro pueblo. ¡Qué adefesio! La historia tampoco los absolverá.