El lunes 28 de julio me violentaron el cuerpo. Estaba llamando de un teléfono público en el parque Carlos E. Restrepo, en Medellín, cuando un hombre me agarró la nalga, mi única defensa fue empezar a gritar, pidiéndole respeto. Eran las seis de la tarde y había bastante gente en este parque, muchos se dieron cuenta, pero solo me miraban, mientras el hombre seguía caminando con tranquilidad.
No tengo un dolor físico, pero me duele adentro, no solo por ese irrespeto a mi territorio, a mi cuerpo, en el que supuestamente yo decido quién me toca y quién no, sino también por la indiferencia de la gente, y con esto no me refiero a que esperaba que alguien saliera a darle una golpiza a ese hombre, sino que por lo menos se acercara a preguntarme qué me pasaba y por qué estaba llorando de esa manera tan descontrolada. Parece que el maltrato a una mujer está normalizado dentro de nuestra sociedad, caracterizada por el individualismo y la cultura pasiva frente al dolor del otro.
Comencé a pensar en las mujeres que han sido violadas, maltratadas, asesinadas, y cuántas de esas acciones se hubieran podido evitar con la ayuda de otras personas. La justificación de estos actos casi siempre es para el hombre: porque ella le estaba coqueteando, porque tenía una falda muy cortica, porque lo provocó, pero ninguno de estos argumentos tiene validez cuando no existe el consentimiento de la mujer. Es como si el cuerpo de la mujer fuera simplemente un objeto, un pedazo de carne que no siente y que se puede manosear o penetrar a su antojo. Nos tocan en el bus, en la calle, en el Transmilenio, en el Metro, en las escuelas y hasta en la propia casa, pero “eso es normal, no le pare bolas que eso pasa todos los días”.
Se habla de las condiciones igualitarias que ahora tenemos, pero se desconoce la realidad de mujeres que aún no pueden decidir sobre su cuerpo, sobre sus oficios, sobre sus creencias. Y lo peor, es que la mayoría de nosotras ha sido víctima de estos hechos, en conversaciones con amigas surgen historias como: “cuando estaba chiquita el señor de la tienda me alzó el vestido”, “el que era mi entrenador entró a la pieza en la que yo me estaba midiendo un uniforme y me dijo que me tocara los senos”, o hasta una compañera de universidad que en medio de una película en la que se muestra una violación salió llorando del salón y al otro día me confesó que el padrastro abusó de ella…
Por favor, cuando usted vea que una mujer está siendo violentada, ¡ayúdela! Piense que en cada mujer va su mamá, su hermana, su abuela, su compañera, y el dolor de una, es el dolor de todas, el dolor de un solo ser humano, es el dolor de toda la humanidad. Unamos nuestras fuerzas para que las mujeres podamos ir con tranquilidad por las ciudades y las montañas, no necesitamos golpes para los agresores, necesitamos un cambio de mentalidad en el que se reconozca realmente que las mujeres somos libres, somos seres hermosos y sensibles que buscamos la felicidad desde lo que somos (negras, blancas, indígenas, campesinas…) y desde lo que hacemos (amas de casa, vendedoras, periodistas, mamás, estudiantes, secretarias…). Recuerden que con cada acto de violencia en nuestros cuerpos quedan huellas y temores, y con miedo no es posible construir un mundo más igualitario, un mundo con más amor.