Stinkfish llegó a recorrer en un mes más de 3.000 kilómetros por tierra entre Santiago de Chile (Chile) y La Paz (Bolivia), visitando un total de 10 ciudades, para pintar en las paredes. En un oficio que se alimenta del disenso y la rebeldía, el respeto se gana dejando marcas en las calles, en cualquier parte del mundo, y entre más sellos existan en lugares prohibidos es mejor. En eso consiste la libre competencia de los grafiteros que, como Stinkfish, prefieren no revelar su nombre porque vivir en el anonimato hace parte de su arte desobediente.
Como la inspiración viene en cualquier momento, y los espacios para resaltar en el arte callejero son cada vez más escasos, hay cinco cosas que nunca faltan en la maleta de Stinkfish: un aerosol, un sticker, una crayola o un marcador. Lo importante en el grafiti es aparecer y por eso, como cuenta Stinkfish, tiene el mismo valor una firma, un dibujo o un simple rayón. Cualquiera de esas formas es impositiva porque el grafiti tiene un mensaje implícito: “Puedo hacer las cosas que me nacen por encima de lo que el sistema quiere que yo haga”. Ocultarse ante la ley, crear una identidad falsa y divertirse es un mantra que acompaña a quienes se dedican a este oficio.
Stinkfish es un colombo-mexicano radicado en Bogotá que estudió diseño gráfico para darse cuenta que eso no era lo que quería. Por eso en el 2003 empezó a pintar en las calles con un grupo de amigos hasta llegar hoy a tener un colectivo con más de 70 integrantes. Tienen presencia en Brasil, Perú, Argentina, Guatemala, Estados Unidos y algunos países de Europa. Se reúnen en algún lugar del mundo para hacer jornadas de estampado y viajar.
Para Stinkfish el grafiti no es arte y por eso pide que no se lea de esa manera. Es una actividad que este artista gráfico encuentra etéreo, que existe porque es antisistema y que se elige como un estilo de vida porque es un antídoto contra la opresión.
Fotografías cortesía Stinkfish para Las2orillas.y