Los gemidos de mis vecinos

Los gemidos de mis vecinos

Por: Irina Juliao Rossi
octubre 23, 2013
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Con el tiempo y a veces sin él, voy aprendiendo que la lengua ‘camina’ más que los mismos pies, y en muchas oportunidades, por senderos oscuros, turbios y espinosos.

Y eso lo descubrí por la incomodidad que me producía escuchar los gemidos lujuriosos- mal contados, cuatro veces a la semana-de la pareja de vecinos que había llegado al barrio hacía escasamente un año. La melodía de cantos no tan religiosos, venidos desde las cuerdas vocales e impulsadas, quizás, por el vientre, comenzó a saciar mis imaginarios oídos.

Antes que se me rebotaran los de oír, ya la paciencia de mi Morfeo había resuelto abandonarme para huir kilómetros adelante, donde los pájaros y un coro celestial de ángeles, le permitiera caer en una profunda inactividad.

Mi incomodidad individual se copó cuando sentí pena ajena con mi hija Sofía, de 12 años de edad. Justamente, el cuarto burdel de al lado, colindaba con la habitación de mi primogénita, a la que, los gritos iracundos llegados del planeta Baco, le parecían voces emitidas por un televisor averiado, al asegurar, que no podía entender nada de esos largos monosílabos femeninos.

Esa misma habitación burdel a la que nunca había tenido acceso en la vida real, me la imaginaba con esas luces convencionales y coloridas que hacen pensar que en ellos, la Navidad nunca pasa, pese, a que no sea propiamente el último mes del año. Sus paredes, algo delgadas por donde se filtraba la banda sonora de cual película porno, también colindaba con las de un traspatio que ejercía frontera con mi cuarto. Me sentía una espectadora platino, o en su defecto, en VIP, muy cerca a la cama/tarima

Cansada de verme con ojeras, de sentirme extasiada y participante de un trío lejano, un día no tan cualquiera, acudí al sentimiento de madre responsable para amarrarme el valor a la cintura y enfrentar el episodio nocturno que podría afectar a mi hija en su aprendizaje de los monosílabos femeninos, extraídos del más allá lujurioso. No obstante, también pensé en mí, una viuda cincuentona, sin asomo de prometido ni esperanza alguna de emular a la vecina, a la que las noches, se le habían convertido en una tragedia familiar.

Con esos indeseados sentimientos, afiné los pasos bien temprano hacia el consultorio del médico vecino, preferí alzar mi voz de protesta frente a sus narices, lejos de su esposa y de su casa. Recuerdo que llegué prácticamente hasta sus ojos, acomodé los codos con confianza en su escritorio y mirándolo fijamente le dije: Lo siento doctor, pero la cura de mis males la tiene usted en sus manos, y con esmera atención me dijo- ¿qué le duele?...a lo que le contesté: Los oídos, la imaginación, el corazón y los ojos- y sin dejarlo contra preguntar, proseguí- en las últimas noches no he vuelto a dormir por los constantes y ensordecedores gemidos de su esposa, incluso, mi hija Sofía también se siente afectada.

Atónito, el hombre abrió sus pupilas y casi suspirando me dijo: Desde hace un mes no estaba en casa, llegué hoy de un largo viaje…Entonces callé. Me levanté y huí, sabiendo que la cura había sido peor que la enfermedad.

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