Cada veinte de julio, al presidente le corresponde instalar el Congreso de la República; el presidente del Senado —quien lo preside—, lo recibe en especial protocolo de momento despachando las fórmulas de la próxima legislatura; el presidente saliente o, en reelección, presenta un resumen de la obra de gobierno y, como en el caso —reelegido—, concita a la labor del próximo cuatrienio; es la labor constitucional: el presidente de la República representa la unidad nacional, no como partido.
Nada de espectacular hasta allí, un acto de cortesía y de propósito. La novedad está, de una parte, en que el presidente que instala, se encuentra reelegido, en una opción que no fue de su cosecha: no cambió las reglas de juego para continuar en el gobierno; y, de otra, esta sí novedad real, el que un expresidente de la República, se presente como candidato al Senado de la República, haya sido elegido y se encuentre posesionado, con un equipo de trabajo, senadores de la República y representantes a la Cámara, que lo acompañan en su proyecto: allí, se encuentran en el Salón Elíptico del Senado de la República y en el Salón Boyacá de la Cámara de Representantes. Además cada uno de ellos, más adelante estará integrando Comisiones Constitucionales y legales como lo ordenan la Constitución y el reglamento.
Y, otra vez lo normal de la normalidad legislativa: presentarán proyectos de ley o actos legislativos; pedirán el uso de la palabra; harán control político y, se concentrarán en ser opción de poder. Así es la democracia y, por supuesto, bienvenido el debate, la propuesta y la lucha por el poder, eso sí, dentro del marco de la Constitución que, al momento de su posesión, juraron guardar y obedecer. Allí la Constitución a salvo.
Cada día trae su afán, dice la sabiduría popular y, así ha de ser. Nos encontramos ante la alternativa de presenciar la oposición seria que tanto requiere una democracia: ¡Loado sea el altísimo!; o… por el contrario, que se busque por todos los medios trancar el funcionamiento del Estado, a ‘buena cuenta’ del control político, un boicot, no al gobierno sino al Estado.
Se podrán presentar iniciativas que sean del todo beneficiosas a la población: lo que significaría el seguro al bienestar; o, por medio de esas mismas iniciativas, cambiar elementos duros de la Constitución Política, hasta convertirla en un Frankenstein —que, falta poco, con tanta y tantísima reforma que ha padecido—; allí la Constitución estaría a prueba, en riesgo. Miren ustedes: no debemos olvidar que la Constitución es una conquista institucional de todos y a todos compete velar por su integridad.
Si lo que se busca es la introducción de cambios a la parte dura de la Constitución Política, mucho parece que podemos estar en terrenos de la sustitución y, así, la labor legislativa o de acto legislativo sería impensable: la Corte Constitucional que no le hace la corte sino a la Constitución, saldría a la defensa de la Carta y, hasta allí el necio esfuerzo. En suma, el camino de la propuesta para reformar la Constitución y, así cambiarla, desde el Congreso, parece impensable. Por fortuna.
Pero si ello es así, entonces se propondrá una Constituyente y, allí, como dicen, la de Troya: no solo los extremos se juntan —las Farc-EP y el Centro Democrático—, sino que de ese tire y encoge, el resultado será en dos palabras, el caos institucional.
En fin, los caminos están dirigidos a una Colombia con democracia madura o, con ausencia de democracia, de acuerdo con el accionar de la oposición y de las fuerzas en el poder del legislativo. El debate se inicia.
Importante es destacar que, el poder real no se encuentra hoy totalmente en la política, sino que posa en la industria, la producción y los grupos económicos, ahora, en la fuerza de las redes sociales y los grupos sociales, en protesta, que en reciente oportunidad operaron —al agro, los estudiantes, etc.—: ¿estarán ellos, de acuerdo con la ausencia de democracia? Pues bien, ese es el panorama y, así será el juego.
¿Un Congreso para la Paz? Sí, sí, la verdad, en fórmulas de democracia, lo esperamos.