Colombia amaneció esta semana con la noticia de que el periodista de The New York Times, Nicholas Casey, se había ido del país después de que dos congresistas del Centro Democrático, María Fernanda Cabal y Juan David Vélez, hubieran sugerido que la investigación que publicó el sábado 18 de mayo en la edición digital del diario neoyorquino —y que el domingo 19 hizo parte de la portada en la edición impresa— podría haber sido una falsa noticia financiada por la Farc u otros sectores de la izquierda. Dicha insinuación puso en riesgo las condiciones de seguridad del periodista norteamericano y el lunes 20 ya estaba volando en un avión rumbo a los Estados Unidos.
Su informe, titulado Las órdenes de letalidad del ejército colombiano ponen en riesgo a los civiles, según oficiales, fue publicado tanto en inglés como en español y rápidamente posteado y reposteado por infinidad de lectores en redes sociales; el sábado al mediodía ya se había viralizado. Tanto así que ese mismo día la Revista Semana publicó un artículo titulado ¿Falsos Positivos 2.0? La denuncia de The New York Times contra el Ejército Nacional. Sin embargo, más que hacer una denuncia, la investigación de Casey logra demostrar cómo ante la presión del gobierno de Donald Trump para que se hagan visibles los resultados en la lucha contra el narcotráfico, el ejecutivo colombiano presidido por Iván Duque y los altos mandos militares están haciendo la exigencia de resultados positivos fehacientes a sus subalternos en la lucha en contra de las posibles amenazas de grupos al margen de la ley y, de esta manera, la población civil se encuentra en alto riesgo de ataque por parte de las fuerzas llamadas a defenderla; los antecedentes al respecto no son alentadores.
La investigación de The New York Times no es una columna de opinión escrita a la ligera; por medio de entrevistas con varios militares de alto rango, Nicholas Casey logra demostrar que la orden dada por el comandante del ejército, el mayor general Nicacio Martínez, es la de “doblar los resultados” debido a la amenaza que sufre Colombia. Al igual que en los años del primer escándalo desatado en 2009 a raíz del asesinato sistemático de civiles inocentes por parte de las Fuerzas Armadas de Colombia, cuando desde la Casa de Nariño se hizo un llamado a la eficiencia militar, Casey encuentra otros paralelismos y coincidencias con aquel macabro fenómeno de hace una década: “Colombia está bajo la presión del gobierno de Donald Trump para mostrar resultados en la lucha contra el narcotráfico, una estrategia que ha tenido pocos progresos a pesar de los 10.000 millones de dólares de ayuda estadounidense que recibe el gobierno colombiano”.
La publicación reabre el debate acerca de una de las pesadillas más oscuras que vivió el país en los últimos años y que fue bautizada con un siniestro eufemismo: “falsos positivos”. Para el segundo período presidencial de Álvaro Uribe Vélez, 2006-2010, el gobierno de los Estados Unidos, presidido por George W. Bush, comenzó a exigir resultados militares pues no había sido poca la inversión hecha para el Plan Colombia y el Plan Patriota en la guerra colombiana. Según datos aportados por Germán Castro Caicedo en el libro Nuestra guerra ajena, aquellos tratados de cooperación militar firmados entre los Estados Unidos y Colombia contaron con un aporte de 10 billones de dólares del país del norte, mientras que el empobrecido país suramericano aportó 115 billones, todo para contratar multinacionales en su mayoría norteamericanas, europeas e israelíes, especialistas en el negocio de la guerra; las empresas más favorecidas con contratos por estos planes fueron Monsanto, con 1050 millones de dólares; DynCorp International, empresa dedicada al entrenamiento de mercenarios, con 85 millones de dólares (solo en el año fiscal de 2003); y Lockheed Martin, especializada en mantenimiento de helicópteros, con 26 millones de dólares (también, solo para el año 2003); algunas empresas también beneficiadas fueron, entre otras, TRW, Matcom, Cambridge Communications, Virginia Electronics Systems Inc y ACS Defense.
Es el gran negocio de las guerras de baja intensidad, que pasa de agache en la prensa internacional y en el cual Colombia puso la mayor parte de la inversión en dólares… y en muertos. Los asesinatos sistemáticos cometidos por las Fuerzas Armadas contra la población civil comenzaron a mediados de la década de los 2000 y se extendió hasta el inicio de las negociaciones de la paz en La Habana, en 2011. La cifra de víctimas es escalofriante: según afirmaría el periódico británico The Guardian el año pasado, llegaría a los 10.000, mientras que la Fiscalía General de la Nación admitió, oficialmente, un total de 2.248. En cualquier caso, hablamos de miles de muertes en una práctica tan perversa que con una sola persona asesinada en dichas circunstancias bastaría para escandalizarse: son millares de personas inocentes acribilladas y luego vestidas de guerrilleros o de delincuentes, a quienes en varios casos también se les plantaron armas para justificar sus supuestos delitos; la presentación de estos muertos como “positivos” ante los superiores militares era remunerada con estímulos económicos, ascensos de rango o concesión de vacaciones o licencias.
Poco tiempo después de que el escándalo de aquella práctica sistemática que permaneció oculta por varios años salió a la luz de la opinión pública, algunas personas comenzaron a denunciar otra perversión: la semántica. El término “falso positivo”, militarista además de blando e impersonal para definir una tragedia de semejantes magnitudes, revictimizaba a todos los asesinados y de alguna manera blindaba a los victimarios. “Ni falsos ni positivos”, clamaron muchos sectores, con los familiares de las víctimas a la cabeza, que exigían la humanización de aquellos asesinatos para darles entidad, rostro, tanto a víctimas como a victimarios. Entonces el gobierno —ya con Juan Manuel Santos en el Palacio de Nariño— y la prensa, no tuvieron mejor idea que la de reemplazar un eufemismo con otro: lo que eran “falsos positivos” comenzaron a llamarse “ejecuciones extrajudiciales”.
Hay que hacer, entonces, algunas precisiones históricas al respecto.
En el país la pena de muerte fue abolida en 1863 por la Constitución de los —por entonces— Estados Unidos de Colombia. Dos décadas después, en el período denominado como la Regeneración, encabezado por Rafael Núñez, la constitución de 1886 volvió a aprobarla en el artículo 29: “sólo impondrá el legislador la pena capital para castigar (…) los siguientes delitos: traición a la Patria en guerra extranjera, parricidio, asesinato, incendio, asalto en cuadrilla de malhechores, piratería, y ciertos delitos militares definidos por las leyes del ejército”. La reforma constitucional de 1910 volvió a abolirla y en el artículo 3 del acto legislativo n.°3, estableció: “en nombre de Dios (…) la Asamblea Nacional Colombiana decreta: (…) El legislador no podrá imponer la pena capital en ningún caso”. Para 1991, la nueva constitución se ratificaría en su artículo 11, capítulo 1, sobre derechos fundamentales: “el derecho a la vida es inviolable. No habrá pena de muerte”.
De esta manera, en un país donde desde hace más de un siglo no existe la pena de muerte, hablar de ejecuciones extrajudiciales no parece ser más que una manera inconsciente (si no perversa) de aceptar que las ejecuciones judiciales —es decir, legales, algo solamente posible en un país donde la pena capital sea constitucional— nunca han dejado de existir. La historia nos da otro ejemplo. Para 1962 el senador Rafael Navia Varón impulsó un proyecto de ley en el Congreso de la República para restablecer la pena de muerte, con el pretexto de la amenaza del enemigo interno, por entonces encarnado en las guerrillas liberales y los bandoleros disidentes de la violencia, pero pronto su iniciativa fracasó.
Es en el marco de ese debate de la pena capital que se reabría en el país durante aquel gobierno de Guillermo León Valencia, que se cita la maravillosa anécdota de un campesino cuando fue consultado al respecto, en el libro “Bandoleros, gamonales y campesinos”, de Gonzalo Sánchez y Donny Meertens.
—¿Está usted de acuerdo con la pena de muerte?— le preguntaban al campesino en el contexto del proyecto de ley que pretendía restaurarla en los primeros años 60.
—No, yo opino que la quiten— contestaba.
Su respuesta, inocente y vacía de ironías, es la prueba fehaciente de que en Colombia, tácitamente, nunca dejó de existir la pena de muerte. Para abolirla del inconsciente colectivo habría que empezar por lo menos aboliendo los eufemismos: no son falsos positivos, no son ejecuciones extrajudiciales. Son asesinatos. Llamarlos falsos positivos es una evidente justificación maquiavélica que valida el modus operandi de una institución tan poderosa como el ejército, deja al victimario inerme ante la atrocidad y relativiza a las víctimas; llamarlos ejecuciones extrajudiciales es abusar de la ligereza histórica, incidir en la manera como se perciben las responsabilidades y, también, sus consecuentes condenas; por si fuera poco, vuelve a sentenciar a las víctimas al sugerir que la ejecución se habría dado después de un proceso judicial (aunque al margen de los marcos jurídicos legales), con lo cual se insinúa la previa comisión de posibles delitos.
Porque antes de las ejecuciones vienen las sentencias: “esos muchachos no estarían recogiendo café”, como afirmaría Álvaro Uribe Vélez cuando el escándalo por los asesinatos estalló, dando a entender que algo habrían hecho aquellos muchachos de Soacha cuyos casos destaparon la olla podrida y cuya inocencia está más que demostrada por la justicia. O esta otra: “la inmensa mayoría de muertes de líderes sociales se deben a peleas de vecinos, faldas, o rentas ilícitas”, como afirmaría el año pasado Luis Carlos Villegas, el ministro de Defensa del gobierno de Juan Manuel Santos, (¿el gobierno de la paz?), refiriéndose a los asesinatos de los líderes sociales que desde la firma de los acuerdos de paz ya llega al medio millar. Sí: medio millar, 500 personas en dos años y medio, una masacre que galopa veloz hacia un nuevo genocidio.
Entonces, según la lógica de pensamiento de muchos sectores en Colombia, un periodista como Nicholas Casey, por más que pertenezca a un medio serio y responsable como The New York Times, no puede ser más que un agente contratado por grupos subversivos, por guerrilleros o fuerzas oscuras cuando hace una investigación que advierte del peligro que se cierne otra vez sobre la población civil en Colombia. Por supuesto, no pensaron lo mismo cuando a ese mismo Nicholas Casey le negaron la entrada a Venezuela bajo sospechas de dar información tendenciosa y poco precisa acerca de la crisis del vecino país, ni dirán nada ahora que La Silla Vacía develó que la investigación de Casey ya la había adelantado la Revista Semana pero la tenía engavetada y no se habría atrevido a publicarla debido a presiones del Palacio de Nariño; habrían sido los mismos militares quienes buscaron a Casey para que hiciera públicas unas denuncias tan graves y al tiempo tan necesarias.
De cualquier manera, y por suerte para él, ser ciudadano estadounidense le permite abordar un vuelo hacia Los Ángeles inmediatamente después de que declaraciones irresponsables como las de los parlamentarios del Centro Democrático pongan en riesgo su seguridad; la mayoría de los 7.5 millones de desplazados por la violencia en Colombia, la totalidad de los 82.998 desaparecidos y de los 1.006.481 asesinados en el contexto del conflicto armado (todas cifras del Registro Único de Víctimas) no corrieron con la misma suerte. Ni siquiera alcanzaron a irse del país junto a los más de 5 millones que desde hace años estamos fuera de Colombia, que quisiéramos algún día poder regresar a un país en paz, a un país de más oportunidades y menos sectarismo, a un país que escuche a sus campesinos y a sus indígenas, a un país que atienda los reclamos de los líderes sociales que defienden los recursos naturales de la voracidad extractiva del mercado; a un país donde el pensamiento crítico de científicos y artistas sea tan respetado como el de empresarios, religiosos y militares; es decir, poder volver a un país libre de los eufemismos de guerra.
Y también, y sobre todo, a un país que tenga tanto respeto por la vida como para que sea abolida de raíz la pena de muerte.