Desde siempre, el caminar ha simbolizado la vida que se preocupa por la búsqueda de mejores condiciones, ora en lo material (como aquellos neófitos de la trashumancia a quienes la tradición denomina nómades), ora en lo espiritual (piénsese en palmeros, romeros, peregrinos y demás caminantes de la trascendencia medieval). No obstante, la construcción de senderos y utopías solo vendría a ser posible con la irrupción de la condición moderna que, ante la inexistencia de caminos que conduzcan a la tierra de la dignidad y la plenitud, “hace camino al andar”.
Cuando escuchábamos el día de ayer a los indígenas ecuatorianos entonar aquella misma canción chilena de 1973 que hace algunos meses entonaban los chalecos amarillos en Francia y que hemos oído en lenguas tan disímiles y contextos culturales tan diversos como el ruso, árabe, alemán o norteamericano, nos surge de nuevo la perspectiva de que algo se remueve en los imaginarios hegemónicos y obliga a los jóvenes del mundo a marchar y alzar su voz: “y tú vendrás / marchando junto a mí / y así verás / tu canto y tu bandera florecer”.
Sí, esa misma canción que —según es tradición— emplea una frase de nuestro Jorge Eliécer Gaitán para el estribillo que ha dado la vuelta al mundo y ha acompañado a millones de viandantes, como un grito de guerra y esperanza: “El pueblo unido / jamás será vencido”.
Reconfortan estas marchas de estudiantes universitarios que combaten la modorra conformista de nuestro tiempo que ha claudicado ante los nuevos amos del mundo, estas marchas de jóvenes que evidencian un remezón de las conciencias en tanto “el mundo va mal, gobernado por unos poderes financieros que lo acaparan todo” y que reconocen que “los jóvenes de ahora se juegan la libertad y los valores más importantes de la humanidad”, como dijera Hessel en su última obra.
Dejando de lado, para estas líneas, lo que ocurre en nuestras vecindades, hablemos de las calles que pisamos a diario que, hoy, de nuevo se llenan de color y de sonido en un polifónico compromiso con el futuro: no se trata solamente de jóvenes que manifiestan su descontento y su preocupación, es el presente que construye utopías y que se prepara para participar de la creación de un mundo nuevo, a la altura de las expectativas de quienes nos van a reemplazar en el peregrinaje, a la altura de ellos que ya son las nuevas voces y los nuevos timoneles.
Si algo nos enseñan estos aprendices de perennidad es que no podemos quedarnos impávidos viendo cómo se destruye lo poco que ofrece nuestro país, cómo se ahondan las brechas entre poderosos y necesitados, cómo se dilapida el porvenir mientras unos cuantos usufructúan lo que es de todos y el silencio llena todas bocas porque va haciéndose realidad aquello de que preferimos un mundo peor, en tanto feriamos la libertad a cambio de seguridad.
Por ello, con el ejemplo que nos dan los jóvenes en las calles, en una época de incertidumbres existenciales y políticas como la que no ha tocado vivir, se erige una única certidumbre: este país tiene quien lo defienda y lo lleve a marchar —como pregonaba el poeta guatemalteco Otto René Castillo— en uno de sus más célebres poemas: “Vámonos patria a caminar… / Ya me cansé de llevar tus lágrimas conmigo. / Ahora quiero caminar contigo, relampagueante”.
Ahora solo falta la oportunidad para que estos jóvenes nos enseñen más acerca del porvenir.