Formados en fila, media docena de niños menudos y obedientes, vestidos de pantalón y franela, sostienen una bandeja de comida que revela una dieta balanceada: un tazón con sopa, un plato organizado por alimentos de colores, una brillante naranja y -casi a punto de rebosar- un vaso plástico de jugo. Por breves instantes, y a pesar de que los niños se mantienen inmóviles -como en esos juegos de congelar y ser congelado- sus miradas permanecen inquietas. Una voz adulta y ronca cuenta hasta tres. Los niños sonríen por costumbre, mientras inclinan la bandeja sutilmente hacia la cámara que sostiene un redondo y torpe personaje, que con maña enjuga el sudor incesante que atraviesa su frente. Luego de revisar la breve pantalla del compacto aparato, el fotógrafo mira a otro adulto -apostado en una esquina- y asiente. Éste último sin asomo de culpa o reproche, despoja a cada niño de su bandeja. Minutos después, en vez, los niños recibirían un almuerzo escaso, ruin y peligroso, ordenado desde el más alto rango del municipio por varias autoridades corruptas. Las fotografías eran solo una excusa -y un grosero fraude- para cobrar los presupuestos de alimentación. Hace algunos años, el periodista Juan Gossaín en un artículo de prensa, por un escándalo similar, que nunca resonó lo suficiente, los llamó por su justo nombre: hijueputas. Nadie se atrevió a contradecirlo.
Tampoco es mi intención hacerlo. Aunque hoy prefiero llamarlos por un nombre mucho más cercano a todos y por efecto más útil: los egoístas. Decía Rousseau, uno de los ideólogos de la Revolución Francesa, que ciertos personajes que ocupan una posición de privilegio (reyes, nobles, ricos, etc.) son castrados -en parte- de sentimientos de compasión, al percibir que sus posibilidades “están por encima de los otros” hecho que los hace sentirse invulnerables ante la dificultad y adversidad propias de la vida y como consecuencia, se neutraliza su capacidad de pensar en los demás. No obstante, lo preocupante de una lectura ligera y aislada del argumento citado es que parecería depositar el anhelo de un mundo compasivo en una improbable transformación de lo peor de la sociedad actual: los políticos corruptos y los abusadores del poder. Y de este modo, -culpando a esos otros, a esos peores- se privaría a la mayoría -los que nos sabemos buenos- de la reflexión sobre nuestra propia responsabilidad en el malestar del mundo. En la tragedia en que nos hemos convertido. Todos sumamos en cuanto a egoísmo.
Culpando a esos otros, a esos peores,
se privaría a la mayoría-los que nos sabemos buenos-
de la reflexión sobre nuestra responsabilidad en el malestar del mundo
En ese sentido, la corrupción debe apreciarse como una de las más dañinas manifestaciones del conocido egoísmo, pero sin duda, no la única. Basta prender un radio o atravesar una calle para darse cuenta que el veneno de nuestra sociedad es la incapacidad de cada uno de pensar en cada otro. Diría el científico y reconocido autor, Richard Dawkins, en su libro de 1976 El Gen Egoísta que ese comportamiento podría reconocerse desde nuestra naturaleza genética. La ciencia descubrió que llevamos millones de años siendo habitados y -en parte- controlados por minúsculas entidades llamadas genes, cuya principal orientación y propósito es pasar de generación en generación, cueste lo que cueste; seres eternos que bajo mecánicas de supervivencia -definitivamente egoístas- ocupan organismos, uno tras otro. La ética de la preservación de nuestro material genético: Yo y los míos, y no más. Un espejo.
El veneno de nuestra sociedad
es la incapacidad de cada uno de pensar en cada otro
Sin embargo, el reconocido científico asoma una luz de esperanza: incluso con una carga biológica tan irremediable es posible enseñar y practicar el altruismo: la virtud de pensar y actuar en favor de los otros. El altruismo es repetido en sus tesis por las religiones y las principales propuestas morales -clásicas y recientes- hasta el cansancio, sin que dicha reiteración parezca bastar. Y es que toda enseñanza será insuficiente si se se continúa sosteniendo que tanto el malestar -como el bienestar del mundo- depende de otros, y que solo nos permitamos conmovernos y afectarnos, al ser testigos, de los más repugnantes actos egoístas del hombre y de esa forma, nos ceguemos ante nuestro comportamiento cotidiano que revela la más atroz -aunque sutil- de las pestes del egoísmo: el miedo del hombre hacia el hombre.
No se trata entonces de políticos corruptos o codiciosos millonarios, tampoco de líderes ineptos o vecinos irresponsables, se trata de evitar de una buena vez la costumbre de señalar responsables y así sacudirnos la arena de la culpa. Se trata de asumir y dar la cara y así sacarnos esa honda espina -que más temprano que tarde- sabe acomodarse en nuestro corazón: la indiferencia del egoísta.
@CamiloFidel