Los dos lados del Cauca

Los dos lados del Cauca

"Tal vez podamos encontrar en algún momento un puente que, como hizo José María Villa, nos una y permita que todos podamos tomar otro rumbo para llegar a ese destino"

Por: Juliana Mesa
mayo 09, 2019
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Los dos lados del Cauca

Cruzar el túnel era el indicio que nos afirmaba que estábamos cada vez más cerca y se fundamentaba con el calor que abría el valle ante nosotras. Durante 40 minutos vi cómo un centenar de ruedas se apresuraban a llegar a la salida. Mientras que otros esperaban pacientes su turno para partir, el nuestro estaba destinado para las 8:40 a.m.

Las maletas pasaron el escáner y ya estábamos afuera. Emprendimos un camino que nos hizo cruzar las entrañas de la cordillera y que nos puso de frente con el río Cauca. Veíamos cómo lo único que lograba atravesar las montañas en su momento fue el río, pero que ahora tomábamos un desvío para llegar a nuestro destino.

Calles angostas y empedradas, balcones de madera, casas de bahareque, todo hacía que el pueblo se contara solo. Cada cosa era una muestra de su pasado colonial y una evidencia irrefutable de que Santa Fe de Antioquia es uno de los pueblos que todavía guardan en sus caminos la historia de sus antepasados, y no solo de los que liberaron y conquistaron el pueblo, sino también de quienes fueron sus habitantes originarios.

Aún no eran las 12:00 m., pero nosotras a las 10:30 a.m. ya teníamos que buscar refugio del sol que golpeaba las piedras de la plaza y hacía brotar un calor al que nosotras no estábamos familiarizadas. Entramos a una tienda que tenía en sus paredes fotografías representativas del municipio, el Puente de Occidente colgaba de sus paredes, como también lo hacía el letrero “Palacio de los Gobernadores” de la casona de dos pisos con un largo balcón rojo y blanco, en donde alguna vez se hospedaron representantes de Santa Fe.

Cuanto más recorríamos sus calles, pareciera como si nos buscáramos entre las casas antiguas, en las palmeras de las plazas, en las artesanías de los campesinos o en los relatos de los colonos; mientras descansábamos, un señor avanzado en años que al igual que nosotras buscaba sombra se nos acercó:

—¿Ustedes de dónde vienen?

—De Envigado.

—Por allá vive una hija mía, eso por allá es muy bonito.

—Sí señor, ¿y usted es de acá?

—Permítanme y me les siento. Yo nací en Liborina. ¿Saben dónde queda Liborina?

—No señor.

—Eso es por acá cerca. Vea pues les cuento, ustedes no me van a creer como me llamo yo, espere saco la cédula (su mejor prueba sobre la veracidad de la historia se hallaba entre sus pantalones desgastados, donde guardaba una vieja billetera con algunos documentos). Cuando a mí me fueron a bautizar, mi mamá le dijo al Padre que yo me iba a llamar Jesús Antonio, pero el Padre sabía que toda mi familia era liberal y le dijo que los liberales no merecen llevar los nombres de santos y me puso Agapito.

Agapito alejado de la ciudad y desde su vida rural es una muestra clara de la historia colombiana. Su nombre es un tema de conversación que, como hizo con nosotras, también puede hacerlo con otras personas, pero que demuestra las brechas sociales que se abren por diferencias ideológicas. Recordar la historia no es un seguro de no repetir, pero sí un precedente de lo que puede volver a ocurrir.

Tal vez ese era el objetivo de nuestro viaje, recordar, transitar por caminos desgastados, ver a través de historias como la de Agapito el reflejo de un pueblo que tiene vulnerada su esencia, porque la decisión la tomaron otros.

Caminábamos por los andenes de Santa Fe, cambiando en las esquinas el lugar hacia dónde nos dirigíamos, así nos encontramos con una fachada blanca, ante jardín y una espaciosa estancia que preservaba las vasijas de los indígenas Catíos donde guardaban los restos de sus ancestros, el Acta de la independencia de Antioquia, las herramientas de caza de los indígenas y la modernidad que llegó con la colonización: fogones instalados en las casas, máquinas de coser y una variedad de estilos y colores de jarrones. El Museo Juan del Corral tenía sus exposiciones en orden cronológico, lo que te mostraba el proceso de colonización, la independencia de la provincia y el posterior inicio del conflicto de poderes con la Guerra de los Mil Días.

Terminamos nuestro viaje tomando un mototaxi hasta llegar al Puente de Occidente, el conductor que hacía las veces de guía turístico, nos mostró otra perspectiva del río Cauca, una en la que vimos la magnificencia de un puente que sobrevive al paso de los años y que había logrado unir las dos orillas del segundo río más importante del país que corría tranquilo y sereno. Cruzamos el puente haciendo estaciones cada que pasaba una moto, según nosotras eso era sinónimo de seguridad.

Luego de cruzar el puente caminando nos devolvimos en el mototaxi y de ahí retornamos a la ciudad por el camino del Cauca. Mientras los carros se apilaban en la carretera y el ocaso hacía su entrada, ambas permanecíamos en silencio cansadas por el trayecto y el arduo calor. Sin embargo, había algo sobre lo que pensar, nosotras hacemos parte de una generación que se manifiesta defendiendo la palabra y la dignidad, pero con todo eso, cuán difícil podría ser que pudiéramos lograr que las orillas ideológicas no nos arrebataran más años y que a personas como Agapito no le quitaran el nombre. Tal vez podamos encontrar en algún momento un puente que, como hizo José María Villa, una los dos lados del Cauca y permita que todos podamos tomar otro rumbo para llegar a ese destino.

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