Recuerdo que en el pueblo donde transcurrió mi infancia existían cerca de mi casa, las viviendas de familias adineradas. Un día que entré a una que nunca olvidaré, vi que en el fondo del patio había una habitación iluminada por una luz de neón que me pareció hermosa porque la de la mía (como en la mayoría del pueblo) era un cocuyo amarillo que apenas dibujaba nuestra sombra. Avancé curiosa hacia aquel cuarto, me subí sobre una piedra que estaba debajo de la ventana y pude ver que en el interior, sobre un camastro estaba un adolescente blanco de cabellos castaños con unas piernas delgadísimas, y su boca era una mueca de la que descolgaba incesante, un hilillo de babas. Supe tiempo después que era el hijo enfermo, el hijo que había que ocultar de aquella familia muy querida por todos y visitada con mucha asiduidad por el sacerdote de nuestro pueblo. Familia de misa, procesión. Católica hasta la médula.
He trabajado en muchos colegios del sector privado y oficial. Colegios de estratos altos y también de esos en los que uno se gasta un alto porcentaje del sueldo ayudando con la merienda a sus estudiantes. Y nunca encontré un Proyecto Educativo Institucional (PEI) que involucrara la educación para un chico que padeciera cualquiera discapacidad. En esas instituciones o todos eran ricos, o todos de clase media o todos mendicantes, pero nunca se recibía a un discapacitado. Sé de universidades privadas y públicas que funcionan igual. Cuando reciben en sus aulas a jóvenes sordos, ciegos o con la carencia de algún miembro que dificulte su movilidad, ellos padecen de manera desmesurada porque no existen profesores preparados para acompañarlos en su educación.
Las calles, carreras y avenidas de nuestras principales ciudades son un monumento a la improvisación y no se piensan para que los discapacitados puedan transitar sin riesgos por ellas. Cuando no parecen campos bombardeados como si la guerra nuestra de hace cien años nos dejara un recuerdito en cada hueco, se erigen como vías donde la movilidad es casi imposible para los seres con un padecimiento físico.
¿Cuál es la telenovela (ya que somos un país que se educa a través de realities y culebrones) que no estigmatiza al discapacitado? Allí está el malo que para serlo deberá tener la cara monstruosa; allí está la ciega que para ser feliz deberá recobrar la vista; allí está “la maldita lisiada” tan popularizada por estos días en las redes sociales; allí está la miope que se transforma en bella para estar a la altura de su galán.
Educados los colombianos en esa doble moral judeo cristiana que entroniza la caridad como un acto que nos reconcilia con los pobrecitos y desamparados, pero ojo, siempre que estén bien lejos, de ninguna forma cerca y mucho menos que sean nuestra responsabilidad…estos últimos días la prensa y medios colombianos, la han emprendido contra este personaje llamado María Luisa Piraquive que lo único que ha hecho es decir en voz alta lo que la mayoría de los colombianos piensa y hace cotidianamente. Ahora se rasgan las vestiduras los mismos periodistas con franca tendencia de derecha que han sostenido y patrocinado en el colmo del servilismo, a personajes todavía más funestos. Estos epígonos de Joseph Goebbels no desaprovechan cualquier escándalo para elaborar cortinas de humo y erigirse como adalides de la ética y la moral. Ellos que han sostenido la exclusión. Cuánto desatino e incoherencia. Trabajan para la impunidad tal cual como dijo Simone de Beauvoir: Lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra.