Los días en que Leandro Díaz se paseaba por la Universidad del Atlántico

Los días en que Leandro Díaz se paseaba por la Universidad del Atlántico

La vida del cantante no solo está llena de éxitos musicales y dificultades. Por estos días se cumplen 28 años de las conversaciones del juglar en esta universidad

Por: Luis Eduardo Martínez Arroyo
octubre 07, 2022
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Los días en que Leandro Díaz se paseaba por la Universidad del Atlántico

El paso de los tiempos lo ha elevado a la categoría de gigante sereno, después de haber recorrido el sendero de la nada fácil vida de los invidentes desposeídos de fortuna familiar, la misma condición que lo hizo pelear contra el mundo, cuando aún despertaba a la vida. No portar el apellido paterno no fue una decisión impuesta por la hegemonía católica, sino por su ceguera congénita.

La tara fue sin embargo, su salvación, en sus propias palabras. Pues de haber visto, quizás hubiera sido un irresponsable y entregado a algún vicio. Tocaimo lo impulsó a evitar lo que tanto temió, el ejercicio pernicioso de la mendicidad. Los promisorios cientos de pesos que recogió de los protagonistas de la composición pionera fueron la señal de que podría vivir de la música, con las precariedades inherentes a esta actividad si el que la desarrolla es alguien extraído del pueblo. Cuando Jorge Oñate, en adelante considerado por él el intérprete favorito de sus canciones, se la pidió para grabarla le advirtió al Caruso criollo:”Amárrese, los carzones”(sic). “Y aún así, Lucho, le tocó leerla”, me contó entusiasmado.

Su vida estuvo llena de curiosidades. Con su nadadito de perro cachaco puso en evidencia a íconos del universo musical vallenato. Abel Antonio, una especie de Adán del acordeón, como que fue el primero en grabar una pieza de ese melódico folclor con tal instrumento, quizás prevalido de eso hizo suya La loba ceniza y la convirtió en una Camaleona ; “Chico“ Bolaño, el gurú del mismo, ante quien se prosternaban magos del fuelludo apero, como Luis Enrique Martínez, le bastardeó El pastel, lo que le valió un exaltado reclamo musical de Leandro que este redactor guarda en un cómplice cassette, interpretado en una parranda a orillas del Caribe en 1997, acompañado de su carnal Toño Salas, quien pudo ser su concuñado si Matilde Lina hubiera oído sus ruegos amorosos; Escalona, como si de él no se hubiera escrito y hablado tanto en su contra dizque por plagiario, asumió la melodía de Corina y la entregó a La brasilera, previa solicitud de permiso que fue concedido.

La conquista amorosa no fue su lado fuerte, y quizás por eso Gustavo Gutiérrez lo tiene entre sus tres admirados compositores. Se pudiera escribir un largo relato de los infortunios leandristas en esta disciplina de los sentimientos o hacer una dilatada exposición, que al final de cuentas los laureles los obtendrán las esquivas damas por servir de motivos de inspiración de nuestro Leandro. Clementina y Nelly, sus dos compañeras permanentes permanentes, que concibieron con él varios descendientes, no fueron destinatarias de sus cantos.

De él puede decirse que fue una versión caribe de lo que el mainstream neoliberal denomina emprendedor. En Cartagena ofició de brujo y ejemplificaba ese pasado con el caso de un paciente que requirió sus atinados servicios. Una vez éste salió de la vivienda donde estaba el consultorio, el brujo le mandó detrás un sabueso que determinó la dirección de su casa, frente a la cual en la media noche de esa fecha al urgido demandante le sembraron una botella de sal que le sirvió al médico para ofrecer el diagnóstico en la siguiente consulta. Su tacto adquirió una enorme sensibilidad que lo alentó para calificar con precisión maestra, solo con tocar el brazo de una mujer, qué tantas y qué tan pocas experiencias amatorias había tenido. La manía de querer saber y preverlo todo lo hizo acreedor en ocasiones a rudos castigos físicos, como el que le propinó un cercano pariente, cuando era todavía un mozalbete, porque ocurrió una tragedia familiar en un diciembre cualquiera que él había anunciado. Un garrotazo fue el premio a su clarividencia y la cura de burro de su impertinente enfermedad.

Con Toño Salas, quien también sufrió el favoritismo en su casa familiar, armó una pareja de antología. No sólo amenizaban parrandas sino que animaban encuentros y festivales folclóricos. Fueron famosas sus concertadas piquerias en estos certámenes o en fiestas familiares, de las cuales no querían emigrar, a pesar de que el contrato y ellas mismas habían llegado a su fin. En cierta ocasión un afligido ganadero que había realizado una de una semana, se vio en la penosa obligación de llevarlos personalmente al terminal de transporte a que tomaran el automotor del caso, y de la que se habían regresado en la primera ocasión animados por el alter ego sinvergüenza del hijo del ganadero.

Toño Salas supo lo que fue correr delante de una astilla de leña que mediante trompicones lo perseguía impelida por su mamá Sara Baquero que le cobraba el atrevimiento de haber derrotado al crisol de su hijo mayor Emiliano Zuleta en una de las persistentes piquerias tenidas en El Plan. El infortunio que se había apoderado de los dos juglares consolidó la unión musical para suerte de quienes tuvimos la ocasión de disfrutarlos en la plenitud de sus facultades.

En estos primeros días de octubre se cumplirán veintiocho años de habernos sentado en El Chicote, Álvaro Maldonado, Carlos Altamar, Roberto Mclean, Gary Martínez, Elizabeth Miranda, Leandro Díaz y el suscrito, entre otros, a conversar por primera vez con el juglar acerca de su vida y el vallenato en general. Desde entonces, con intermitencias, fueron muchas las ocasiones que departimos.

Le agradezco a Jesús Bolívar que me hubiera avisado de la presencia de Leandro en la Universidad del Atlántico la noche anterior a la reunión de El Chicote. Allí nos conocimos y

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