Martin Heidegger es el filósofo más importante del siglo XX y era un orgulloso militante del partido Nazi. Ferdinand Porshe, eminente diseñador de autos, también se rindió a los pies de Hitler como los Thyssen, industriales del acero o Thea Von Harbou, quien con Fritz Lang fabricó esa caja de sueños a la que llamó Metrópolis.
La pregunta ha atormentado a media humanidad. ¿Cómo es posible que el pueblo más culto del mundo cayera en la falacia criminal de los Nazis? La respuesta puede ser tan obvia como escabrosa: apoyado en sus farmaceutas, Hitler decidió drogar todo un pueblo. Les daban a las amas de casa bombones revestidos de anfetamina para que rindieran en el trabajo durante 18 horas. En las farmacias Merck hacían comprimidos de cocaína que se metían por la boca, por el ano. El Tercer Reich fue una orgía de drogas y Hitler gravitaba allí con plena comodidad.
Al principio, muchos alabaron la capacidad de trabajo que tenía Hitler. Sobre todo entre 1933, cuando asciende al poder, y 1939 cuando empieza la guerra. En ese momento, con una personalidad volcánica y avasallante, Hitler pasó a tener una actividad frenética. Sus discursos se extendían por todo el país. A su lado tenía siempre al enigmático Doctor Morell.
Cada vez que sentía que el cansancio lo abrazaba, aparecía Morell con la dosis que Hitler y su círculo cercano creían que era una pócima mágica. En realidad se trataba de una mezcla de anfetaminas y heroína. Y entonces, Hitler empezó a languidecer. Se empezó a volver taciturno y con bruscos cambios de humor.
Albert Speer, su asesor más confiable, afirma que las reuniones del Fuhrer empezaron a volverse pequeñas torturas aburridas hasta la asfixia, incesantes monólogos descabellados donde exponía su nueva visión de la historia cuando Rusia fuera convertido en un inmenso lago y los eslavos transformados en mano de obra para hacer sus construcciones demenciales.
A medida que la guerra se iba perdiendo, Hitler iba necesitando cada vez más las dosis de Morell. En 1944, confinado a su Guarida del lobo, deprimido, el líder de los Nazis decidió darle la espalda a la realidad. Se metió de lleno en el globo de alucinógenos que le ofrecía su médico. En esta foto se ve el estado en el que la droga y la ausencia de ella lo convertían en un dinamo en cada uno de sus discursos. En algunos, incluso, la adrenalina era tanta que eyaculaba:
En sus últimas semanas de vida, al lado de su perro Blondie y de Eva Braun, la figura de Morell era destacadísima. Necesitaba cada vez más su dosis. Había abstinencia y desesperación. Lo invadía el temblor en las manos.
Hubo un momento, cuando ya los rusos se paseaban por el centro de Berlín, desde el Búnker, por su abstinencia, los alaridos de Hitler se escuchaban en cada rincón de ese lugar. Morell ya no conseguía la droga, le daba un placebo aguado que fue minando la energía del líder. Terminó envenenando a su perro, a su pastor alemán, y le disparó a Eva Braun. Luego se pegó un tiro.
Antes le había dado la orden a sus SS que quemaran su cadáver con la poca gasolina que quedaba en los autos parqueados allí y a pesar de todas las especulaciones que hay sobre su cadáver, lo único cierto es que no encontraron más que un puñado de cenizas.