“Los muertos que vos matáis gozan de cabal salud” es una cita clásica que repetimos en muchas ocasiones. Podríamos parafrasear: las bacterias que matamos gozan de buena salud. En televisión vemos repetidamente anuncios de productos para limpiar inodoros. Líquidos de colores brillantes en simulados remolinos acaban con bichitos casi cómicos, peludos y con antenas, de color amarillo sucio o pardo fecal. Además una voz varonil y “científica” añade con teatral certeza “Múltiples estudios de investigación demuestran que —aquí se da el nombre comercial usualmente de cinco o seis letras con mortíferas X y rapidísimas Z— elimina 99 % de las bacterias contaminantes”. La fórmula química del desinfectante puede cambiar un poco año tras año pero la fórmula para venderlo no cambia mucho.
Esta propaganda comercial usa dos trucos. El primero matemático. Supongamos que en el inodoro exista un millón de bacterias. Si eliminamos el 99 % dejamos en la taza 10.000 microorganismos. Cuando se reduce una población bacteriana ella empieza a crecer exponencialmente por fisión binaria (diez mil, veinte mil, cuarenta mil, ochenta mil, etc.) hasta llegar rápidamente al máximo que el entorno permite, el millón con que comenzamos. Entonces matar el noventa y nueve por ciento de las bacterias de un inodoro no hace mucho para esterilizarlo permanentemente. Nuestro trabajo se parece al castigo de Sísifo a quien siempre se le vuelve a rodar la gran roca en los infiernos (o en los inodoros en nuestro caso) por haber preferido “la bendición del agua a los rayos celestes” según Camus (El mito de Sísifo). El segundo truco es el concepto de “bacteria contaminante”. Las bacterias del inodoro son nuestras, no cayeron del cielo.
Se supone que nuestros organismos están compuestos por un billón de células. Pues tenemos diez veces más bacterias en nuestro cuerpo. Por fuera en nuestra piel y por dentro en nuestras mucosas, tracto gastrointestinal y entrañas. “Cualquiera sin sus microbios estaría desnudo nos informa un profesor de medicina interna en un artículo que discute lo que sucede cuando desaparecen los microorganismos que nos mantienen saludables. Llamar entonces contaminantes a las bacterias que habitan nuestro microambiente inmediato es una simplificación y exageración publicitaria: nuestras bacterias son tan nuestras como nuestras neuronas y células del corazón.
Los desinfectantes no sirven de mucho, solo dan a nuestros inodoros un artificial aroma a rosa o violeta química por un tiempo corto. Pero en realidad no tengo nada en contra de los desinfectantes. El problema serio es otro. Nos han inducido a pensar que podemos fabricar y usar moléculas bactericidas libremente. Aclaro los términos: bactericida es algo que mata bacterias, cuando tiene su origen lejano o cercano en otro organismo vivo lo llamamos antibiótico. Por ejemplo el primero de ellos fue la penicilina extraída del Penicilliumchrysogenum, simplemente una molécula producida por ese moho para defenderse de las bacterias que a su alrededor le quitaban nutrientes. Pura batalla de distintas especies por su nicho ecológico que explica gran parte del proceso que llamamos evolución biológica. Y si algo nos enseñó el siglo XX es que cuando el ser humano mete sus manos en la evolución las cosas no terminan bien. Los desinfectantes, los bactericidas y los antibióticos nos han llevado a pensar que podemos matar bacterias sin temer el resultado de nuestras acciones. Eso no es así: la “vida”, la evolución, nuestras bacterias se vengan. Algunos reportes predicen y no es ciencia ficción o fantasía una “Appocalipsis Antibiótica” por nuestro permanente deseo de matar bacterias a diestra y siniestra, justificadamente por razones médicas o no.
Y las predicciones sobre este extremo histórico y peligroso al que estamos llegando por el mal uso de antibióticos no son nuevas. Fleming el descubridor de la penicilina decía en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Medicina en 1945: “Llegará el día en que la penicilina pueda comprarse libremente en farmacias. Existirá entonces el peligro que el inexperto se automedique con dosis insuficientes que harán resistentes a los microbios”. Esto ya ha sucedido hoy repetidamente. Se calcula que una cuarta parte de las prescripciones de antibióticos en el Reino Unido son inapropiadas o innecesarias. Además el uso exagerado en mascotas, la ganadería y la piscicultura exacerban el problema exacerban el problema. El primer ministro inglés, Cameron, ha dicho recientemente: “Estamos contemplando un escenario impensable donde los antibióticos no serían útiles y nos devolveríamos a épocas oscuras de la medicina cuando los pacientes morían por heridas e infecciones tratables”.
Esto me recuerda el caso de uno de los primeros pacientes tratados con penicilina. Se trataba de Albert Alexander un robusto policía británico con septicemia, grave infección por bacterias en la sangre, que adquirió podando rosas en su jardín. En 1941 no existía suficiente penicilina disponible y murió. Entonces si no podemos desinfectar completamente rosas e inodoros ¡cuidemos y ahorremos nuestros antibióticos!