A eso de “honrar la palabra, honrar los compromisos”, no es tan dado el Gobierno, cualquiera sea el individuo, partido o movimiento político que lo ejerza y represente.
Y en tratándose de la que se dice, palabra, y los que se acuerdan, compromisos, con guerrillas, izquierdas y movimientos revolucionarios poco afectos al Estado, sí que menos.
Basta voltear la página de la historia contemporánea de las guerrillas liberales de Guadalupe Salcedo y Dumar Aljure, el exterminio de la UP, la caza de los comandantes del M-19, la metódica y efectiva eliminación de líderes y reinsertados de otros procesos de paz, Flor del Monte, Don Gabriel, para comprobarlo.
Es el costo de alcanzar la paz, dirán los cínicos, pero a costa de los que se han jugado todo por un ideal fundado en principios y soportado en una concepción ideológica, en unas razones políticas, en las cuales creen encontrar la justificación y convalidación de acciones temerarias en pos de justicia social para sus congéneres.
Que no es el camino correcto la lucha armada para lograr enderezar los torcidos de la desigualdad, la inequidad social y la exclusión de elementales derechos de la base de la pirámide, es verdad incuestionable, pero igual la es que el Estado ha reconocido la validez de esos métodos al otorgarles el estatus de beligerantes a las fuerzas guerrilleras con las cuales negocia la paz de Colombia en la Mesa de La Habana.
A tal punto, que acaba de firmarse un Acuerdo que dará en poner fin al componente armado de más de sesenta años de existencia del conflicto colombiano, porque lo que es el otro u otros componentes de dicho conflicto, el iceberg, apenas si empieza a asomar, a mostrar su punta.
Por tal, el concebido por el presidente Santos como histórico, aplaudido por el pontífice, exaltado por el supremo secretario de la ONU, ajustado a los parámetros de la CPI, “una obra de arte”, aclamado por la Unión Europea y los Estados Unidos, empieza a dejar de ser Acuerdo para transmutarse de un día para otro en desacuerdo.
En el principio del fin, y ojalá no ocurra, de una Mesa de La Habana que, por el lado del Gobierno, gira en la dirección que trina y aletea Uribe, que es la mayor preocupación de Santos y de su equipo negociador.
Mas que la paz en sí, que el fin del conflicto, que la satisfacción plena de un anhelo de paz para los colombianos, cuanto realmente convoca palabra, pensamiento y obra de Santos, es que Uribe asiente y quede complacido con el “confinamiento” de las Farc–EP, y su inmediato aniquilamiento vía paramilitares.
La historia es cíclica, tiende a la repetición, y con las guerrillas confinadas, con Acuerdos que unilateralmente se desacuerdan, lo más probable es que se repitan las historias referenciadas al inicio de esta columna.
En la semántica y la gramática, en las “precisiones adicionales”, que al decir de las Farc –EP, no se acordaron en el Acuerdo, puede estar el veneno que inocule la Mesa de La Habana y termine matando la paz de Colombia.
O, cuando menos, causándole una picadura grave que requiera para aliviar al paciente de altas dosis de sangre de soldados, guerrilleros, indígenas y campesinos colombianos, las víctimas por excelencia de nuestra matazón de sesenta años.
Ojalá amanezca sin ver esto.
Poeta
@CristoGarciaTap
