Cuando se hace el ejercicio no muy fácil de analizar un debate con objetividad, nos damos cuenta que los debates son un ejercicio bastante inútil, concebido y ejecutado para que nadie cambie de idea, para que todo se radicalice sin aportar mediana claridad a lo que se discute.
En el reciente confrontación entre el mejor senador del país y el ministro de Hacienda, pude sacar en claro varias cosas:
Si Jorge Robledo es el mejor senador del país, se explica por qué no avanzamos en materia de calidad legislativa. Su discurso populachero, lleno de teorías conspirativas y cero rigor solo sirvió para encender el furor de la galería y dejar en claro que el gremio de los arquitectos se salvó cuando Robledo decidió dedicarse a la política.
Nadie escucha al otro, a no ser para encontrar motivos para protestar airadamente contra cualquier desliz, intencional o accidental, en que incurra el oponente.
Los argumentos deben ser medios para dejar algo en claro, por lo que no puede decirse que en este pobrísimo debate los hubo. O sí los hubo, pero para ratificar que lo que se discute no son los denominados bonos de agua, sino una concepción del Estado que a cada una de las contrapartes les parece demoniaca. Mientras los señores de la izquierda solo conciben un Estado gigante, centralizado, resuelto a declarar en minoría de edad perpetua a las administraciones regionales y locales para poder decidir por ellas, del otro lado del espectro ideológico se piensa en reducir el tamaño de la burocracia, dejar el paternalismo y permitir que las fuerzas del mercado sean las que determinen el rumbo de la economía. Ese es en esencia el meollo del asunto en discusión, adornado macabramente con acusaciones, calumnias y distorsiones de lado y lado que impiden poner sobre la mesa los verdaderos temas que retrasan el desarrollo de nuestra parapléjica Nación. ¿Qué tal si en lugar de ensalzar o descalificar lo que en nuestra parcializada opinión son los aciertos del modelo de mis preferencias y los fallos del otro, comenzamos por definir reglas claras de convivencia que permitan analizar de forma serena los planteamientos del otro?
Ponernos de acuerdo en lo esencial, aceptar unas definiciones claras podría ser de mucha ayuda. No basta con llenar de adjetivos a un discurso para hacerlo efectivo. Sabemos de sobra que la Ley y la Ética hace rato se divorciaron y que no hay posibilidades de reconciliación. Por eso se ve lo que se ve en nuestro zoológico jurídico, en donde cada carta tiene contra y cada contra se da, como dice la canción de Rolando Laserie.
Contrario a lo expuesto por Robledo,
la corrupción siempre es delito, el fraude no
Fraude y corrupción deberían ser lo mismo para efectos prácticos, y si alguna diferencia existe ha sido por la jurisprudencia y no por la necesidad de separar ambos conceptos. Contrario a lo expuesto por Robledo, la corrupción siempre es delito, el
fraude no. Por eso deberían unificarse ambos términos en uno solo, para proponer que fraude es “Todo intento deshonesto por obtener un provecho indebido”. Ahora bien, como esta definición contiene dos juicios de valor, cuales son lo deshonesto y lo indebido, una sociedad civilizada debería entregar la responsabilidad y la autoridad para calificar conductas individuales basadas en la interpretación imparcial de cada caso.
Nadie va a admitir que sus actuaciones son indebidas, ya que las juzga de acuerdo con su propia escala de valores. Por ello, todos los miembros de una sociedad, sin excepciones, deberíamos aceptar someternos de manera voluntaria a las decisiones de un juez elegido por sus cualidades éticas y su afán de servir, no por sus inclinaciones políticas o por incentivos financieros.
Si hemos de avanzar como Nación, si hemos de reducir la brecha social, no será sobre la base de gritar que el otro es malo. Es sobre la base a reformar nuestra justicia comenzando por elegir a los mejores de nosotros para ser nuestros jueces.
La confrontación entre el mejor senador del país y el ministro de Hacienda fue un pobre debate. Fotos: Youtube Senado/Twitter Minhacienda