Inicia un nuevo día en las montañas occidentales de los Andes en Colombia y, como siempre, las actividades cotidianas de una población que depende del comercio local, de la agricultura y del turismo religioso se desarrollan con relativa normalidad, a pesar de las dificultades de movilidad y temores asociados a la pandemia.
La entrada del municipio está marcada por grandes carteles en medio de despejados potreros que entregan un mensaje de prosperidad por la llegada de la minera Anglo Gold Ashanti, que contrastan con los mensajes ubicados en las casas del pueblo que rechazan la llegada del gran proyecto de cobre y oro. La contradicción frente a las expectativas de unos y otros indica que algo está quebrado.
Jericó, Antioquia, es un municipio ubicado en diferentes elevaciones que lo hacen único. Inicia en los valles del río Cauca en medio de frondosas ceibas propias de los bosques húmedos tropicales y termina entre encenillos, helechos y robles, propios de los bosques de niebla, donde nacen las aguas. Su geografía escarpada permite paisajes y miradores admirables y una vocación paisajística y de conservación evidente para quien lo visita. Pero, aquellos que pueden ver su subsuelo, también observan altas concentraciones de cobre, oro y plata. Dos miradas que parecen complementarse, pero que hoy están enfrentadas.
A los primeros, les basta admirar el paisaje y la estética inigualable del lugar para querer mantenerlo intacto y garantizar su disfrute y el de las próximas generaciones. Para los segundos, no es suficiente el arraigo y el sentir sobre el territorio de las comunidades locales, toda vez que las decisiones de vocación del suelo están determinadas por el gobierno central, con ansias enormes de recursos de regalías en medio de una de las peores crisis fiscales de la historia reciente del país y por el gran vagón de intereses especulativos, que usan los métodos científicos para aumentar la acumulación de capital como único objetivo. Tanto el gobierno central como los grandes capitales controlan los procesos administrativos y subordinan los intereses de las mayorías, como se observa con las licencias mineras, licencias ambientales y la definición de política pública central.
El otorgamiento de licencias mineras está centralizado en la Agencia Nacional de Minería, que ordena el territorio con vocación minera y trasmite los derechos de propiedad de explotación y comercialización de los minerales, siguiendo, desde mi perspectiva, intereses gremiales, siendo parte en la administración de las regalías y sin participación de los directamente involucrados y los verdaderos afectados.
El proceso de licencia ambiental está liderado por la Agencia Nacional de Licencias Ambientales, que con criterios técnicos define la viabilidad o no de los proyectos, con niveles de análisis muy restringidos a las ciencias duras y con pocas posibilidades de participación por parte de las comunidades y grupos de interés, cuyos lenguajes y saberes no son compatibles con las metodologías definidas por los expertos.
El ejecutivo, por su parte, a partir de lineamientos de política pública, define grandes proyectos de extracción estratégicos en los territorios rurales con apariencia de interés general y con amplias posibilidades de generación de ingresos vía regalías, pero sin una sola consulta a quienes verán modificados sus paisajes, su vocación económica y su arraigo. Así las cosas, los gobiernos y las comunidades locales son simple observadores de las grandes transformaciones de sus territorios.
La institucionalidad, por tanto, está delineada para garantizar los intereses de los segundos, los que están arriba. Y los directamente afectados, los de abajo, cuentan con mecanismos de participación muy restringidos como la matriz de involucrados en los estudios de impacto ambiental que derivan en compensaciones o las audiencias públicas, que no son vinculantes y se han convertido en ejercicios de mera procedibilidad.
Si bien esto ha pasado siempre, en los últimos años las comunidades locales han querido reivindicar su derecho a plantear sus propios modelos de desarrollo o de bien-estar debido a que las malas experiencias de los grandes proyectos extractivos que no han traído esa riqueza prometida y que han modificado dimensiones sensibles que hoy se extrañan, como el arraigo, la vocación económica o los paisajes. No obstante, ese despertar no ha encontrado resonancia en los procesos y mecanismos definidos por la institucionalidad del Estado dado que son ineficaces y en muchas ocasiones generan grandes frustraciones, lo que aumenta los conflictos socioambientales en los territorios.
El caso de Jericó es emblemático por la cantidad de actores allí involucrados, como grandes centros de pensamiento y academia, políticos de representación nacional y empresas multinacionales, pero es el mismo que viven quienes defienden los ríos libres sin hidroeléctricas, como en Ituango, Tarazá, San Luis o San Rafael (Antioquia). Quienes defienden una delimitación de páramos amplia para impedir la minería en alta montaña, como en Santurbán (Santander), Cajamarca (Tolima) o Pijao (Quindío); o quienes defienden las planicies libres de pozos petroleros, como Acacias y Guamal (Meta) o San José de Fragua, Belén de los Andaquíes y Valparaíso (Caquetá).
El reclamo es siempre el mismo: se requiere replantear los mecanismos de participación en materia socioambiental para que sean realmente vinculantes y puedan existir coparticipación en la planeación del desarrollo local y la ordenación del territorio. Una buena posibilidad es que el Estado colombiano (el ejecutivo con mensaje de urgencia y el legislativo en un ejercicio plural) ratifique el Acuerdo de Escazú, que garantiza mecanismos de participación efectiva, así como una reforma al proceso de licenciamiento ambiental y el Sistema Nacional Ambiental.
Mientras los grandes grupos económicos siguen presionando el desarrollo de los proyectos extractivos, los de abajo siguen anhelando un país que por fin los escuche; y en medio de dicha tensión, los habitantes de Jericó, en las montañas de Antioquia, siguen de espectadores de lo que los de arriba quieran hacer con ellos. Quizás este sea el nuevo ingrediente de un conflicto mayor, en un país que no aguanta uno más.