Conocí al bueno de José Luis cuando unos amigos me dijeron que el único que podía reparar el destartalado ventilador, cuyos últimos alientos los dio ese día, ese era Sabelotodo.- “Búscalo por los lados de la calle de los Kioscos”, dijo el consejero que me advirtió: “Eso no tiene pérdida”. Y así fue. Lo hice por el bien del aparato y por mi salud, porque a pesar de ser oriundo de El Bagre, su clima: calor con brisa y calor sin brisa, siempre ha sido mi tormento.
Era cierto, bastó preguntarle al primero que encontré en mi recorrido por aquel sitio, que en mi niñez me pareció siempre un lugar lleno de algarabías, gritos, música de trasnochados y almacenes en donde se conseguía de todo, para de repente verlo ahora convertido en una especie de oasis de tranquilidad y de paz, que de vez en cuando era quebrantado por los gritos de un vendedor callejero. Como hasta entonces no sabía su nombre y menos cómo era esa persona, pregunté por el sitio en donde arreglaran aquellos artefactos y alguien me señaló con su dedo un aviso pintado a los brochazos “Almacén Sabelotodo”.
Tuve que repetir el saludo en más de una oportunidad porque aquel negocio, una especie de callejón largo y estrecho, estaba repleto de toda suerte de cachivaches pero sin vestigios de alguna presencia humana, a pesar de que apenas era la media mañana. “Adelante”, dijo una voz que agregó: “el perro ya mordió”.- Esa especie de santo y seña me gustó porque desde que me conozco he tenido mala suerte con estos animales y con algunas perras también.
Si hubiera sido de profesión médico, quizá lo conocieran por su ojo clínico, pues le bastó darle una mirada de misericordia al aparato que yo cargaba cual enfermo terminal para mostrarme uno más pequeño. “Te lo dejo en cincuenta, llévatelo”.
No entendí, porque desde siempre he sido tardo para esas cosas. Le dije que no venía a comprarle nada. “Vine a ver si me arreglas este animalejo que ya no quiere dar vueltas”. Tampoco me miró y si lo hubiera hecho todavía estuviéramos en plena discusión porque yo no tenía claro cuál era el desperfecto de la máquina, si apenas llevaba unos siete meses en servicio.
Le entendí algo así como que el buje o los bujes habían sufrido un daño, que por esas tierras en donde el polvorín es rezo del día los estropeaba con más frecuencia, pero quedé en las mismas. “Si le metemos cautín a esto, es plata perdida”, le escuché decir; y acto seguido se dispuso a desarmarlo.
Removió la rejilla de protección de las aspas, le aflojó un tornillo y le sacudió la carcasa y se dio cuenta de algo cuando, como cualquier Arquímedes del siglo XXI, dijo un sonoro ¡Aja! Me explicó que como el bendito buje estaba sellado en una caja con una contrachapa tenía que ayudarle un momento y me pidió que le pasara el capacitor que tenía en la otra mesa y como de eso no entendí un carajo, fue cuando accedí a llevarme el que me había propuesto y le agregué antes de despedirme: “Te abono veinte mil y a fin de mes te doy el resto”.-
Tiempo después, cuando me volví un asiduo visitante del Club Amistad, a donde iba por las noches a poner en la práctica lo que aprendí en las clases de periodismo, me lo encontré en una mesa, siempre solo, con una botella de brandy, pero no me atreví a saludarlo. Me acerqué a la barra para preguntarle a Lourdes que me dijera el nombre del cliente de las gafas y me dijo: “Ay, ahora te haces el que no conoces a nadie”.
“Es Sabelotodo”, agregó con su desdén de siempre.- Pero antes de llegar a su mesa alguien se me acercó y me dijo, a sabiendas que no me gustan los alias, que ese era José Luis, pero que no le disgustaba que lo llamaran por su apodo.- Fue muy cordial aquella vez, como todas las veces que hemos compartido alguna conversación y recuerdo que me dijo: “Siéntate, qué vas a tomar?”
Se llama José Luis Palacio Velásquez y desde que abrió su negocio de arreglar las cosas que no tienen arreglo y de vender cuanta clase de chócoros y aparatos eléctricos que necesitan sus clientes, se volvió un referente para un sector de la comunidad porque lo mismo da su opinión sobre un partido de fútbol, que sobre política o de cualquier otro asunto, incluso el religioso al que a más de uno le despierta curiosidad porque él mismo se considera ateo.
Con el paso del tiempo supe que era el hijo número doce de una familia de 24 hermanos; que nació en Bello un 21 de junio del año cincuenta y pico, pero no me dijo si era de loro o de cacatúa. Cumplidos sus primeros diez años desertó de la casa paterna con rumbo desconocido.
Aterrizó en el clásico sector del centro de Medellín que para ese entonces gozaba de toda la fama mundial y cuyo nombre formal es Guayaquil, pero para los más confianzudos, como en su caso, le decían “Guayaco”, un sector con abundantes negocios para todos los gustos desde bares, cantinas, restaurantes, hospedajes de mala conducta, plaza de mercado conocida como el Pedrero y rateros de toda calaña y condiciones. Pues fue allí en donde dio sus primeros pasos en materia de improvisar sobre cualquier cosa que hubiera que hacer para ganarse el pan diario de manera honrada, me contó en su momento.
De su apodo me dijo que se lo consiguió por los lados del municipio de Santa Rosa de Osos, en donde dio en el clavo cuando consiguió que mucha gente dejara de utilizar los fogones de leña por los de ACPM (Aceite Combustible Para Motores), los mismos en donde salen día y noche los pandequesos que son la huella digital de este lugar. Un observador de nombre Martín Arroyave, a quien le causó admiración verlo sacar cosas como de la nada fue el que le encasquetó su segundo nombre y quizá el único por el que todos lo conocemos desde hace rato en El Bagre y le puso el remoquete de Sabelotodo.
Por eso en su aviso promocional, puesto al ingresar al negocio, dice de esta forma y manera: “Almacén y Taller Sabelotodo, primer piso del Sindicato de Trabajadores de Mineros s.a. Avenida La Juventud. Reparamos todo tipo de electrodomésticos y fabricamos bafles y amplificadores; estufas industriales, antenas y lo relacionado con el ramo de la electricidad y la energía solar”.
Con su cuota diaria de brandy, porque para eso es que trabaja me dijo alguna vez, y con no meterse en problemas ajenos, salvo cuando hablan mal de su equipo de fútbol, José Luis es un personaje a pesar de que la que sabemos me reprendió por la sencilla razón de que no puede ser una buena amistad alguien que se declara ateo.- Y yo le dije, quizá es ateo gracias a Dios.