El primer hombre muerto que vi parecía teñido de azafrán. A la luz de las lámparas del anfiteatro de Medellín, el muchacho amarillo parecía emanar rayos blancos, afilados. La vista de su cuerpo rígido tendido sobre una cama de loza me heló. A 24 horas de la muerte no quedaban huellas de los 33 años que alcanzó a madurar su piel; semejaba un muchacho de 20 sin odios, sin angustias, sin desvelos. Un potente chorro de agua mezclada con algún químico de olor penetrante rompió la quietud de esa escena donde solo yo respiraba. El cuerpo se balanceó como si fuera el casco de un barco sacudido por la marea. Retrocedí, sin darle la espalda, para esquivar las chispas de agua porque recordé que el frío también quema.
Cuando la manguera cerró su boca de dragón, seguí la ruta del agua: se deslizó por los surcos del cuerpo quemado del muchacho, se encausó por las ranuras de los baldosines blancos y se precipitó en catarata desde el borde del mesón. Fijé la mirada en el espejo que dibujó en el piso y entonces descubrí los zapatos rosa, de plástico, de quien me tomaba la mano. Ella le devolvió el nombre y el apellido al que pasaba por N.N. Y más: contó, mientras me halaba hacia el muchacho, que mientras fue cerrajero jugó fútbol todos los sábados y que dejó la cancha cuando se dedicó a vender papas fritas en las calles.
Nos detuvimos al pie del muchacho muerto y ella intentó tocarlo como cuando eran niños pero no lo hizo. Por un momento se preguntó si el que estaba ahí era o no su hermano. El extrañamiento que produce la muerte la confundió por unos segundos pero luego volvió al cuerpo delgado, cabello lacio, ojos pequeños y bigote abundante de uno de los suyos. Reparó el cuerpo estallado y la piel ampollada del menor de su casa y se echó a llorar, a maldecir, a reclamar. Cuando la vi abrazarse al muerto comprendí que la muchacha de los zapatos rosa había empezado a aceptar el sufrimiento.
Los dejé en la morgue. Al hombre en su mesa y a la mujer mirando las fotos sobreexpuestas que los forenses le extendieron para que reconociera otra vez al muchacho. Cuando llegué a la redacción solo sentía cómo me palpitaban las entrañas. No entendía las instrucciones del editor, ni los titulares que anunciaban en el noticiero de televisión del mediodía. Quería regresar al lado del muchacho y cubrirlo al menos con una sábana pero no lo hice. Los cronistas no hacen esas cosas, me decían.
Con frecuencia recuerdo el color y el olor del primer muerto que vi. He pensado que la extrañeza que nos produce la visión de un cuerpo muerto no nos abandona jamás; pero hoy el asombro se me hizo culpa. Fui a la morgue el 18 de febrero de 1991, dos días después de que un carro bomba explotará en la plaza de toros de Medellín al final de una corrida, para informar si allí permanecían cuerpos sin reclamar. Y si era así decir cuántos, cuáles sus características y con qué nombres los identificaban. Hoy, justo 23 años después del atentado, volví a las páginas del periódico para conmemorar. Viajé por la crónica acezante que escribí cuando tenía 22 años y no encontré lo que buscaba. Me doblé sobre el escritorio derrotada por la falta. Recordé que no solo fui incapaz de cubrirlo con una sábana. Descubrí que también le negué el nombre y de ese modo contribuí a la segunda muerte que es el olvido. Los cronistas no hacen eso, pero yo lo hice.