Antes de que me lapiden públicamente por esta columna, déjenme decirles que los buenos cristianos sí existen. Para fortuna nuestra, existen personas inspiradas en Jesús de Nazaret, aquel poeta del alma del mundo antiguo que enseñó sobre la compasión, la humildad, la paz y el amor al prójimo —y al extranjero—. Ellos, estoy seguro, se levantan cada día comprometidos con la construcción de un mundo mejor que el que han heredado.
Pero todos sabemos que decir que se es cristiano o cristiana no es garantía de lo anterior. En la Biblia incluso está escrito que “Satanás se disfraza como ángel de luz”, para dar a entender que el mal puede presentarse fácilmente bajo la apariencia del bien sin ser descubierto. Y si Satanás es la personificación de la destrucción, la corrupción y la maldad humanas, entonces también existen cristianos parecidos mucho más al ángel caído que al cordero de Dios. Hace un par de semanas leía en la prensa el caso de Naasón Joaquín, líder de “La Luz del Mundo”, una de las iglesias más grandes e influyentes en México y Centroamérica, detenido en Estados Unidos y acusado por delitos como abuso sexual, posesión de pornografía infantil y trata de personas, conductas ejercidas en su calidad de “apóstol y profeta de Cristo”. (1)
Fuera de las complejidades de esa dimensión ética individual, mi preocupación ahora sobre el cristianismo está delimitada en una dimensión política y, creo, es posible diferenciar entre un cristianismo liberador y emancipador, y otro fundamentalista, discriminatorio y autoritario.
El domingo por la mañana encendí el televisor. Por alguna casualidad, en la pantalla inmediatamente apareció un predicador. El hombre, vestido de traje, estaba de pie tras un púlpito de cristal, predicando, según él, la palabra de Dios. En su mano izquierda sostenía una Biblia abierta, mientras se dirigía a su auditorio con una voz firme que denotaba un claro tono de amonestación, decía: “Nosotros somos la iglesia de Cristo. No somos del mundo, el mundo es enemigo de Dios. Jesús vendrá pronto, arrebatará a su iglesia y, los del mundo, se condenarán, se irán para el infierno”.
En medio de esa labia apocalíptica cargada de emociones, capté una idea subyacente que me ayuda a comprender una de las razones por las cuales las agrupaciones cristianas, en particular aquellas que toman partido y participan activamente en política, en su mayoría, terminar por ocupar con bastante comodidad un espacio significativo a la extrema derecha del espectro.
Debo aclarar que de ninguna manera me opongo a la participación electoral de las iglesias, ni tampoco menosprecio la afinidad existente entre la derecha política y las doctrinas evangélicas. La aversión por los cambios radicales, la defensa de algunos valores tradiciones y la primacía del orden y la estabilidad institucional son cuestiones que, tramitadas debidamente, se inscriben positivamente en los debates democráticos. Mi preocupación concreta es la alianza entre un cristianismo fundamentalista con una extrema derecha en auge.
Retomando entonces, la idea que pude detectar, a partir de mi anécdota dominical, es que tanto la extrema derecha como el cristianismo autoritario concuerdan con alguna forma derivada de la distinción amigo-enemigo. Sus discursos proféticos y políticos se alimentan de frases como: nosotros contra ellos, nuestra iglesia contra los del mundo, los nuestros contra los ilegales, los patriotas contra los traidores. Detrás de ese relato aparentemente inofensivo de una iglesia en salvación y un mundo condenado, se esconde el germen del desprecio hacia el otro, donde no hay adversarios legítimos ni contradictores válidos, sino enemigos merecedores de la difamación, la criminalización y la aniquilación, así esta sea dada en un mundo espiritual por el fuego infernal.
Por esta razón, en algunas latitudes, el cristianismo discriminador y la extrema derecha coinciden al compartir, por ejemplo, la homofobia, la xenofobia, el racismo, el sexismo, el rechazo al pobre, al ateo; al que es y piensa diferente. Por mencionar un ejemplo entre muchos, la defensa de la familia tradicional por parte de la mayoría de las iglesias cristianas en América Latina está soportada únicamente sobre el desprecio al reconocimiento de una familia conformada por parejas del mismo sexo, repudiando en ellas la existencia de afecto, amor, cuidado, convivencia y la capacidad para la adopción de menores. Para estos cristianos discriminadores, los gais, las lesbianas, los bisexuales, los transgéneros, entre otros, son minorías que promueven la perversión, la inmoralidad y el pecado.
Aterrizando esta idea en Colombia, la alianza entre una extrema derecha y un cristianismo fundamentalista está, a mi parecer, expresada nítidamente por las iglesias evangélicas que le han votado al uribismo. Porque en mi opinión —y seguramente en la opinión de muchos colombianos— el uribismo representa el autoritarismo de derechas, la injusticia hecha ley, la represión de los movimientos sociales y la democracia de unas mayorías que aplastan a las minorías (mayorías amigas-minorías enemigas). Es innegable que el uribismo encarna la continuidad de la guerra perpetua, pues la paz de los vencedores, la que ellos dicen querer, nunca podrá ser una paz de reconciliación y verdad, sino la reproducción de nuevas violencias. El uribismo representa también los discursos de odio, el revanchismo político, la impunidad de los suyos. Siempre habrá un enemigo por destruir.
O es que se nos ha olvidado cuando dijeron que el ejército entraba a matar y no a garantizar el derecho internacional humanitario en las operaciones militares y luego supimos de las bombas que cayeron sobre niños inocentes a los que ahora perversamente llaman “máquinas de guerra”. O cuando dijeron que había que “hacer trizas” el acuerdo con las Farc y después fueron apareciendo por cientos los excombatientes y sus familias asesinadas. Hoy sabemos con mayor certeza que la llamada “seguridad democrática” de Álvaro Uribe no fue otra cosa que el sistemático y planificado asesinato a sangre fría, perpetrado por los militares, de por lo menos 6.402 civiles indefensos, muchos de ellos jóvenes, durante su periodo presidencial.
Si existe un cristianismo que aplaude, respalda y legítima con su voto el proyecto uribista, entonces permítanme decir que Jesucristo no es su inspiración, sino por el contrario, como diría él mismo en su época a los judíos en el templo: “Sois de vuestro padre el diablo”.
En estos tiempos de pandemia y de crisis he oído que Jesucristo pronto regresará y pisará de nuevo la tierra. Algunos advierten que una segunda venida de Cristo está por suceder, pues estamos en los últimos tiempos, muy cerca del juicio final. Sin embargo, no nos hagamos esperanzas, porque suponiendo que así sea, a esos cristianos aliados con el uribismo les sirve más un mesías muerto que uno vivo. Si Jesús se atreviera a pisar la tierra herida de nuestro país, estoy seguro de que muchos de estos pastores y pastoras, los que dicen ser sus apóstoles y profetas, saldrían a su encuentro, pero no para recibirle como un rey entre palmas y olivos, sino para apresarlo y encarcelarle; seguramente le amenazarían con una segunda crucifixión. Para estos charlatanes y escupidores de fuego, les resulta mejor hablar en nombre de Cristo a permitir que él mismo lo haga, porque las enseñanzas sobre la humildad, la bondad y la pobreza, no resistirían la corrección doctrinal de los imperios de riqueza y poder que han construido los líderes de estas iglesias de religiones de mercado.
Por último, creo que en Colombia debe florecer un cristianismo liberador, emancipador y ecologista. Necesitamos un cristianismo que defienda las libertades democráticas; que reconozca e incluya a la diversidad; que respalde y acompañe las luchas sociales en favor de los pobres y las minorías —Jesús amaba a los pobres y nunca insinuó que son pobres porque quisieran serlo—. Hace tanta falta un cristianismo que desprecie la pasividad y la resignación frente a la degradación capitalista del planeta: la defensa del ambiente no es incompatible con la promesa del paraíso celestial. Un cristianismo con una crítica despiadada de las injusticias sociales puede ayudar a superar el estancamiento político de muchos proyectos alternativos.
(1) La guarida del apóstol, Elías Camhaji.