Alguna muy desprevenida amiga me decía cómo estaba admirada y contenta porque el fiscal Montealegre iba a traer a juicio a los bandidos de las Farc. La tuve que desencantar, como lo hice en espacio editorial con muchos miles de oyentes de La hora de la verdad. Esto del Fiscal no es un cambio, ni afán de justicia, ni cumplimiento del deber. Esto es peor que todo lo que ha tramado en contra del país y de sus Fuerzas Militares.
Lo primero que resulta necesario para que se cometan crímenes de guerra, es que haya una guerra. A veces hay que rescatar al bueno de Perogrullo.
Lo segundo que aparece en el escenario, es que esa guerra la libren soldados de dos ejércitos, enfrentados en campos de batalla.
Lo tercero, es que esos ejércitos representen algo, valgan algo, bien en el plano internacional o en el de la parroquia. Los que se hacen matar en una guerra lo hacen por amor a un pueblo, por ambiciones de ese pueblo, por conquistar un territorio o por defender el propio. Los que saben del tema, hablan de las causas de una guerra. En cualquier guerra, pues, hay grupos humanos que se enfrentan usando sus ejércitos.
Por mucho que se intente civilizar las guerra, supone por definición ataques, bombas, muertos, espantable violencia. Pero hay límites a esa brutalidad conocida. No pueden los ejércitos matar al enemigo indefenso, no pueden atacar la gente inerme, ni cortar sus fuente de suministro de lo indispensable para vivir. No pueden llevar niños a sus filas, ni usar ciertas armas prohibidas ni maltratar los presos. Cuando se cometen esas u otras atrocidades descritas en el derecho de la guerra, estamos en el terreno de los crímenes que deben castigarse, sin importar quién los cometa.
Hechas esas advertencias, esperamos que ya descubriera el lector para dónde va nuestro comunista y fariano Fiscal.
Pues en primer lugar, a definir como guerra la violencia que padecemos. Si las Farc cometieron delitos de ese linaje, lo hicieron en medio de una guerra, por supuesto de una guerra civil.
En segundo lugar y como consecuencia de lo dicho, a elevar esa turba de bandidos terroristas a la condición de ejército enfrentado a otro. Y a considerarnos como la parte de un pueblo que a través de su ejército ha resuelto matarse con la parte de otro pueblo, que cuenta con su propio ejército.
En tercer lugar, a definir como actos de guerra la mayoría de las barbaridades cometidas por las Farc. A llamar prisioneros a los secuestrados. Y a definir como efectos colaterales de la guerra los bombardeos a los pueblos, los crímenes cometidos por supuesto error contra civiles, los robos y asaltos a la propiedad privada, que se convertiría en una técnica un poco burda, acaso excesiva, del avituallamiento de un ejército.
Casi todo queda justificado dentro de esta concepción de lo que pasa en Colombia. Acaso algunas cosillas parezcan no propias de la guerra civil que en Colombia se libra. Esas serán las que se investiguen por el Fiscal, sin que se sepa cómo ni por qué el juez de una parte será válidamente juez para la otra. Montealegre tendrá que volverse imparcial en esta contienda.
A un paso estaremos, por supuesto, de considerar asuntos o hechos de guerra las peores conductas de las Farc, porque son las que alimentan y sostienen ese grupo de gánsteres. El narcotráfico será delito conexo a una guerra, la explotación trágica del oro un acto de necesidad guerrera, el contrabando una fuente de abastecimiento de tropas, el secuestro un impuesto cobrado al adversario. Por esta línea, las Farc quedan casi por entero perdonadas de sus crímenes.
Lindas consecuencias trae la tesis del Fiscal, de la que participa el Presidente con entusiasmo. Porque las charlas de La Habana se convierten en discusiones de paz entre ejércitos enfrentados, sus acuerdos intermedios como caminos hacia un armisticio final y el papelito que se firme una especie de tratado entre potencias de igual rango y dignidad.
Nada menos que todo esto es lo que viene con la investigación de los crímenes de guerra. La igualdad plena entre 47 millones de colombianos y 5000 bandidos; entre nuestro ejército lleno de glorias y unas cuadrillas de malhechores; entre nuestras leyes sagradas y las voces de mando de feroces cabecillas; entre el heroísmo de nuestros soldados y el terrorismo cobarde que enfrentan.
Ya comprenderemos la obsesión por la paz. Porque siendo el remedio de la guerra supone todas estas cuestiones. Y la mayor de ellas, la de meternos entre las fauces del narcoterrorismo, dejarnos a merced de la delincuencia, mandarnos a los sótanos morales de la humanidad. Es lo que busca la extraña asociación entre un tahúr sin escrúpulos y un ricachón comunista lleno de ambiciones.