La prensa de Occidente, en una demostración adicional de su unanimidad, han reducido los resultados del XX congreso nacional del partido comunista chino a la reelección de Xi Jinping como secretario general del partido, al que se han apresurado a calificar como el nuevo Mao. No me sorprende: al fin y al cabo, esta clase de periodismo está habituado a reducir la vida una simple lucha entre lideres y los análisis políticos a análisis puramente psicológicos. De allí que omitan o no presten atención a lo que es realmente importante. Empezando en este caso por el hecho de que con la mera celebración de este nuevo congreso nacional el partido comunista demuestra una vitalidad extraordinaria, muy en contravía de quienes a raíz del desplome de la Unión Soviética decretaron el fin del comunismo.
Fundado en 1921, en la zona de ocupación francesa de Shanghái, en un congreso celebrado en la clandestinidad y en el que solo participaron 22 delegados en representación de unos pocos miles de militantes, el partido comunista chino cuenta hoy con más de 90 millones de afiliados y con el indudable prestigio que le otorga el haber convertido una China “semi feudal y semicolonial”, avasallada por Japón y las potencias imperialistas occidentales, en un país plenamente soberano y medianamente próspero que en 2019 se convirtió en la primera potencia económica del mundo. Y por lo mismo en un serio desafío de hecho a la pretensión de los Estados Unidos de América de conservar a toda costa su primacía y de perpetuar un orden mundial diseñado para garantizarla.
Otro hecho igualmente evidente es que el partido comunista de hoy no es el mismo partido que bajo la dirección de Mao resistió las sucesivas campañas de cerco y aniquilamiento emprendidas en su contra por el ejército de Chiang Kai-shek, dirigió con éxito la guerra de liberación del Japón, liberó al campesinado de la servidumbre feudal y estableció un régimen de “nueva democracia”. Y que, además, bajo la dirección del mismo Mao, intentó forzar la marcha de la historia, primero con el “Gran salto adelante”, que intentó acelerar la industrialización recurriendo a la masificación de métodos artesanales y, luego con la “Gran revolución cultural proletaria” protagonizada por los estudiantes. Ambas fracasaron y terminaron dando acceso a la dirección del partido de quienes no compartían estas tentativas voluntaristas de construir el socialismo a golpe y porrazo e ignorando la falta de condiciones objetivas para hacerlo.
Deng Xiaoping fue el encargado de rediseñar el partido para hacerle congruente con objetivos estratégicos que podríamos resumir en el remozamiento del régimen de nueva democracia y en la adopción de la política económica que Nikolái Bujarin resumió en 1927 en una consigna dirigida al campesinado de la Unión soviética: ¡Enriqueceos! A la que también le encaja como un anillo al dedo la consigna con la que logró la reincorporación, en 1997, de la colonia británica de Hong Kong a China: “un país, dos sistemas”, el capitalista y el socialista. Tanto la una como la otra daban por hecho en sus respectivos contextos históricos y nacionales que el socialismo no se puede construir en países atrasados desde el punto de vista del desarrollo de las fuerzas productivas y que para conseguir dicho desarrollo eran indispensables tanto el capitalismo como la burguesía.
Jiang Zemín, que, en 1993, reemplazó a Deng en la dirección del partido, acuñó la tesis de las Tres representaciones que habrían de orientar en adelante su actividad política. El partido, según ellas, habría de representar primero, el desarrollo de las fuerzas productivas, segundo, el desarrollo de una cultura avanzada y tercero a los intereses de la mayoría del pueblo chino. Estas tesis dieron lugar a la consigna del “socialismo con particularidades chinas”, que en la práctica se tradujo en un impetuoso desarrollo del capitalismo tutelado por el Estado y el partido, un partido que siendo comunista decidió sin embargo admitir a empresarios como militantes. Como ya lo había hecho el partido comunista de Yugoeslavia en los años 60 del siglo pasado. Por lo que puede equipararse hasta cierto punto con el Kuomintang de principios de los años 20 del siglo pasado, que fue un partido poli clasista chino, cuyas distintas fracciones estuvieron inicialmente unificadas por la lucha común por la democracia y la independencia nacional y del cual formó parte el partido comunista chino hasta que Chiang Kai-shek forzó su expulsión.
Este es el partido de cuya secretaria general se hizo cargo Xi Jinping en 2012, quién acompañó su elección con una visita a la que fue sede del congreso fundacional del partido comunista en Shanghái en la que reafirmó solemnemente su compromiso con el socialismo. Un gesto elocuente, de gran significación política por cuanto suponía una respuesta al extraordinario crecimiento del poder e influencia de la nueva burguesía china, encabezada por multimillonarios con fortunas capaces de emular su tamaño con la de sus pares occidentales y por lo mismo proclives a las políticas que pretenden el debilitamiento del papel del Estado en la economía en favor del gran capital. La reelección de Xi por un tercero periodo podría interpretarse como impuesta por el ala socialista del partido que con ella quiere reafirmar dicho papel e incluso potenciarlo para hacer frente a las nuevas dificultades y a los grandes desafíos a los que hoy se enfrenta China.
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El “milagro chino” fue posible no solo por el cambio de estrategia del PCCH sino también por la incorporación de la OMC
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Porque el “milagro chino” de que hablamos antes fue posible no solo por el cambio de estrategia del PCCH sino también por la incorporación de la OMC y a el establecimiento de una relaciones privilegiadas con los Estados Unidos que permitió a sus empresas trasladar sus fábricas a China y a la Reserva Federal vender a China la cuantía ingente de bonos del Tesoro con los que conjuró los déficits fiscales que habrían producido las reducciones de impuestos, los gastos ocasionados por sus interminables guerras en ultramar y las generosas subvenciones a los bancos y a las corporaciones. A cambio China obtuvo acceso a los mercados controlados por Occidente y pudo hacerse con los conocimientos y las tecnologías que le han permitido su formidable desarrollo económico.
Este modelo de relación es cosa del pasado. Como bien se sabe Trump la acusó de ser causante de la decadencia de la industria norteamericana y promovió su ruptura declarando una guerra de tarifas orientada a excluir a los productos chinos del mercado norteamericano. Biden ha hecho aún más: rompió los términos del acuerdo amistoso con el que se había definido el estatuto de Taiwán cuando Estados Unidos estableció relaciones diplomáticas con la República popular China y permitió su ingreso en el Consejo de Seguridad de la ONU. Ha aprobado una estrategia de seguridad nacional que califica de adversarios a Rusia y a China y está a punto de aprobar una ley que concede a Taiwán el estatuto de socio privilegiado de la OTAN. Y los medios fieles a sus políticas han intensificado sus campañas de demonización del gigante asiático.
Ahora le toca Xi Jinping de hacerse cargo de todas las consecuencias de esta batería de decisiones hostiles de Washington.