Después de unos años, hace unos días volví a Estados Unidos. Llegué a Nueva York y fui a un lugar que había visitado un par de veces antes, un Mc Donald’s en Harlem. Hay un desayuno de muy buen precio que me gusta mucho y, más importante, me gusta sentarme en silencio y ver pasar a los neoyorkinos del barrio. Me gusta la cultura de Harlem, con los pantalones grandes, los balones de básquet, el rap y el hip hop, la música en grabadoras. Por alguna razón, por momentos, cuando camino por esas calles siento un salto al pasado, a los 80. Me ubico en el momento de esa gran serie de Netflix, When they see us. Es paradójico, ese cruce entre el Harlem y el Bronx es un cruce entre los afroamericanos y los latinos que no son el pasado, sino el futuro de Estados Unidos. ‘Hurt it to who it hurt it’, dijeron en Twitter. Yo me voy al pasado, están los Air Jordan con los que soñaba en mi infancia, camisas de los Knicks con el apellido Ewing.
Entré pues al Mc Donald’s y encontré unos postes con computadores. Montañero que baja a la ciudad, los rodeé con atención sin entender bien qué hacían. Discretamente, con la inseguridad del turista idiota, fui a la caja a pedir los pancakes con tinto que me gustan. Los recogí y me senté cerca a esos postes para, en silencio, ver pues qué era lo que hacían. Entró un hombre con un coche y, directamente, se paró frente al computador, empezó a teclear en lo que entendí era el menú, pidió, sacó la tarjeta y pagó, se sentó y recogió su bandeja que salió de la cocina. No hubo intermediación de la cajera que me había atendido a mí. Ella miraba su celular, él la bandeja y el coche. No se enteraron el uno del otro.
Ir a Estados Unidos siempre fue para mí emocionante. Era la modernidad. Cuanto yo tenía muy poquitos años, mi papá fue profesor un tiempo en Madison, Wisconsin, al norte del país. Fuimos todos los de la familia a acompañarlo. Hay muchas historias de esas épocas, pero siempre recuerdo una: el primer día, mi papá me llevó a la universidad y pidió, con unas monedas, una lata de Coca Cola en una nevera que la botó por una ranura. Dice, mi papá, que yo me quedé paralizado sin entender nada. No había nadie entregando las latas, solo una máquina. Yo tengo un recuerdo borroso de la imagen de la nevera, por la emoción que sentí. ¿Cómo era posible que hubiera pasado eso? ¿De donde salían las latas? ¿Quién recogía la plata? Magia. Pedí durante toda esa estadía, ir todos los días a pedir latas con monedas.
Un tiempo antes, algo parecido le había pasado a mi papá. Creo que la historia fue algo así: ya de adulto, fue por primera vez a Estados Unidos con la idea de eventualmente estudiar un posgrado, para lo que había que aprender inglés. En el colegio no había aprendido sino el verbo To Be y para leer libros de matemáticas en inglés con ese es suficiente. El lenguaje del álgebra y la lógica es otro. Llegó pues, habrán sido los 70, y por alguna razón tenía que mandar un papel a una ciudad. Lo llevaba en un sobre. Balbuceando, esto era antes de la conquista latina de Estados Unidos que resulta en hispanohablantes en casi todas las esquinas, se hizo entender y le dijeron que era muy fácil, que pusiera un sello y pusiera el sobre en una caja azul que tenía ahí, casi al frente. Se paralizó, como yo frente a la nevera que botaba latas por monedas. ¿Cómo era posible que pudiera enviar la carta si nadie la había recogido? ¿A quién le explicaba para dónde iba? Si la tiraba en lo que parecía una basura, ¿cómo sabía que sí la iban a recoger? Creo que, sin más alternativas, hizo caso. La carta debió llegar porque inglés, aprendió.
Volviendo a Harlem, pensaba en la mujer en la caja, ¿qué pensará de ver que, evidentemente, su trabajo será inútil en muy poco tiempo y que el computador está haciendo todo lo que ella hace sin problema? ¿qué estará leyendo en su celular? Y pensé en nosotros: el mundo se ha ido integrando, pero mantenemos un rezago en cosas elementales. Desde lo más simple de los computadores de Harlem, hasta los científicos chinos que están poniendo genes de humanos en micos, una parte del mundo está en unas discusiones bien distantes de nuestras preocupaciones. Acá, en la capital, 70 años después se sigue debatiendo por el metro y, un observador desprevenido, podría suponer que en realidad ahí se define el futuro de Bogotá, de Colombia. Por la virulencia del debate. Básicamente ausente, está la reflexión sobre la educación en un mundo en el que la tecnología va a ocupar inevitablemente los espacios que hoy ocupan seres humanos.
El día que resolvamos los derechos laborales de los rappitenderos,
a lo mejor ya va a haber robots que no necesitan de pensión
y hacen pedidos a domicilio
Ya más abajo, en Manhattan central, vi el mismo día un robot que iba haciendo un pedido a domicilio de un almuerzo. No sé si era una prueba o ya es una tecnología común en Nueva York. El punto es que, el día que resolvamos acá la discusión sobre los derechos laborales de los rappitenderos, a lo mejor ya va a haber robots que no necesitan de pensión y hacen pedidos a domicilio. Y, quizás, nos habrá dejado el tren para siempre, la pregunta siempre fue cómo los rappitenderos podían recorrer un camino a una mejor vida y no quedarse esperando a competir con un robot. Por supuesto: ningún rappitendero quiere que su hijo sea rappitendero. Hace una década, que ya parece un siglo, oía eso de que ningún campesino quería que su hijo fuera campesino. Es duro.
Volví unos días después, a comerme mis pancakes del domingo en Mc Donald’s, esta vez en un pueblo que fue de los más violentos de Estados Unidos, New Haven en Connecticut, en un barrio que fue el más peligroso de ese pueblo. Ha avanzado New Haven, pero mantiene profundas desigualdades cruzadas por un racismo incesante y fortalecido por Trump. Dejé mi bicicleta afuera y, ¡oh sorpresa!, los mismos computadores que hacen todo el pedido. Dignamente, seguí derecho y pedí el desayuno a una cajera. Me senté y observé: en una hora, fui el único en hacerlo. Ella, en ese tiempo, solamente tuvo que ir a limpiar un reguero de café y pasar una servilleta a una señora en silla de ruedas. Acá sí hubo más miradas y más saludos, la vida de pueblo será.
Con la distancia que da alguna perspectiva y que nos permite ver un poco más allá de las narices, pensé en Colombia, en nuestras discusiones, en los inmensos retos que tenemos ante el avance de la tecnología que debería ser una gran oportunidad. En las elecciones locales, se define una buena parte de ese futuro: al fin y al cabo, es en las ciudades en dónde se resolverá cómo la intersección entre tecnología y educación resulta en más desempleo o en más empleo y mejores vidas. Abrí twitter, vi alguna calumnia, una pelea por algo del metro de Bogotá, y me desanimé.
@afajardoa