El Congreso y los partidos políticos frecuentemente se posicionan en las encuestas de percepción como las instituciones más desprestigiadas del país. Hace años los partidos no levantan cabeza y escándalo tras escándalo su imagen favorable cada vez es menor. No hay duda de que los colombianos no confían en los partidos, el Congreso, la clase política y el ejercicio de la política en general. Esta falta de favorabilidad explica por qué los personalismos se sobreponen a la institucionalidad y en las encuestas de percepción el dirigente partidista o el antipolítico (outsider) tengan mayor favorabilidad que el mismo partido o las instituciones en su conjunto. Esto evidencia una crisis en el sistema político y en particular en el sistema de partidos que amerita una profunda reflexión por parte de todos los actores políticos. Sin embargo, las reformas parciales o totales al sistema de partidos (como la propuesta en la reciente reforma política) no serán efectivas sino se acompañan de una profunda renovación en la forma como los colombianos se acercan a la política y a sus instituciones de representación. El quid del asunto es la educación (como siempre) y la necesidad de una cultura política y/o ciudadana que pueda fomentar ciudadanos más reflexivos con su realidad política.
Una consecuencia de esa falta de formación política y ciudadana es la perpetuación de un terrible círculo vicioso: los colombianos mamados de los políticos prefieren no participar en elecciones, los políticos corruptos se valen de los electores que no ven problema en vender, oferta, permutar o transar su voto para ocupar los cargos de representatividad. El resultado es evidente, cuando se compra un voto se está haciendo una inversión y en esa visión “empresarial” se cae en la lógica perversa de “recuperar la inversión” sin importar el daño a los colombianos o a las finanzas públicas. Ese círculo vicioso concluye con el más terrible de los crímenes dado su fuerte impacto social: la corrupción y el saqueo al erario público. El político corrupto es el directo responsable de perpetuar la pobreza en los territorios, desmejorar la calidad de vida de las futuras generaciones y arrebatarle oportunidades a todos los colombianos. Romper ese círculo perverso debe ser un compromiso de todos si queremos acabar con ese maldito flagelo llamado corrupción. También debemos ser honestos y analizar como participamos directa o indirectamente en la crisis que actualmente atraviesa el país.
El desprestigio del Congreso tiene explicaciones fácticas. Sin embargo, también es una consecuencia del desinterés del legislativo y los legisladores por fomentar espacios de formación ciudadana entorno a su función. Una gran mayoría de colombianos no entiende a cabalidad en qué consiste el trabajo de un congresista, la actividad de las bancadas partidistas o la relación del Congreso con el Gobierno. Esto resulta sumamente delicado porque al no comprender muchas de esas dinámicas las críticas se concentran en aspectos coyunturales, superficiales o que de plano cierran cualquier debate constructivo. No se puede obviar que el Congreso es impopular porque en los últimos años los peores escándalos que se han dado en el país lo han involucrado. Eso, sin contar la falta de interés de muchos legisladores de limpiar esa imagen con buen trabajo y cercanía con la sociedad civil. Por eso el problema no es el Congreso, sino los congresistas de todos los colores y partidos que no han entendido que los colombianos se sienten distantes a su máximo órgano de representación y que la crisis requiere tanto de renovación como de cambiar prácticas que sigue perpetuando círculos de corrupción y pobreza. Por ese motivo, la respuesta a la pregunta que encabeza este escrito reposa en el sentido social de cada colombiano al momento de asumirse como ciudadano.