En Armenia, Medellín y Bogotá los suicidas tenían su propio club

En Armenia, Medellín y Bogotá los suicidas tenían su propio club

Influenciados por tangos y poemas, muchos jóvenes en los veinte se ponían traje negro, se armaban de aguardiente y arsénico y preparaban su muerte

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abril 28, 2017
En Armenia, Medellín y Bogotá los suicidas tenían su propio club

“¿Jura usted y empeña su palabra de caballero y de hombre, sin protestar ni perder prórroga alguna en el plazo fijado, terminar con su vida cuando aparezca su nombre en el sorteo de rigor?”. El que tomaba el juramento casi siempre tenía 20 años y era el de más edad. Para entrar al Club de Suicidas de Armenia, a finales de la década del 30, había que pagar 2 pesos, y una mensualidad de 50 centavos y, sobre todo, tener una palabra de hierro: tenía que matarse cuando le tocara el turno.

Se reunían en las cantinas más oscuras de una pequeña ciudad de arrieros y recolectores de café. La preferida por los suicidas eran una llamada La puerta del sol.  Pedían aguardiente, cervezas y chicha y bebían hasta el otro día. Escuchaban en las rocolas los mismos boleros depresivos que se convirtieron en los himnos del club: Cicatrices, Suplicio, Desesperación, Triste domingo, Como se adora al sol, desde que marchaste. Lloraban por amores perdidos, por la ansiedad existencialista de tener 17 años y no saber que hacer con su vida. No quedaba otro camino que derramarla, que darla por perdida. Varias veces el dueño tenía que sacar de sus baños a los muertos de mirada perdida abrazados por el calor implacable del cianuro.

Los domingos, a las seis de la tarde, la hora más triste, se hacía el sorteo. El nombre que salía de una bolsa de lona era el que debía sacrificarse. Tenía 24 horas para hacerlo, sino vendría el repudio. Se iban al parque El Bosque de noche y los niños que jugaban bien temprano al otro día contemplaban espantados el espectáculo de verlos colgando en las ramas de los árboles, con un tiro en la sien, o petrificados por haber tomado cianuro. Eran tantos los muchachos que caían en el encanto del Club de los Suicidas que hasta les compusieron una canción:

Hoy en Armenia
Donde nos cansa la vida,
Pues hay una gran cantina
Y diariamente un suicida
Allí se mata la gente,
Sin saber cómo ni cuando.
Pues que le dan la patente
A los que están esperando”.

Así murieron distinguidos integrantes de la alta sociedad quindiana: Samuel Ángel fue el más recordado de todos así como varios miembros de la familia Castiblanco. Uno de ellos se despidió de este mundo un 31 de diciembre de 1939, a las 11: 30 de la noche con un contundente mensaje que encontraron en un papel que descansaba en su pecho: Buenas noches, me voy de este mundo.

En Manizales, por esa misma fecha, llevando debajo del brazo libros de Edmundo De Amicis, borrachos y cabizbajos, cerca de veinte jóvenes atestaban dos cantinas del centro de la ciudad: uno el cafetín al lado del Río Olivares, desde donde se lanzaban rompiéndose la crisna cumpliendo a cabalidad, como caballeros que eran, lo que habían pactado. Casi siempre los muchachos pedían un tango triste cuyo lamento rugía como una maldición. Suplicio:

“Vago entre las sombras del recuerdo,
sin encontrar alivio a mi quebranto
llorando por amor mi pensamiento
buscando en afán el camposanto”

En Bucaramanga varias parejas se encerraban en cuartos de hotel para matarse de un pistoletazo y cianuro. En Bogotá saltaban al salto del Tequendama después de leerse un manual suicida. Nunca se supo si pertenecían a un club, lo que sí era seguro es que seguían un método y estaban intercomunicados entre sí, como los muchachos que en la década del cuarenta iban al cementerio central de Cúcuta a suicidarse después de encender unas velas y seguir un ritual que nadie pudo entender. "Por la ingratitud de mi novio me confundiré en la profundidad del misterioso salto del Tequendama", María Prieto, 3 nov. 1935.

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Muchos años antes de La ballena azul, la muerte ejercía un encanto irresistible entre los jóvenes. Aunque durante décadas nunca se volvió a saber de clubes estructurados de suicidas, el auge de las redes sociales volvió a despertar esos viejos demonios que estaban dormidos.

*Inspirado en un texto del escritor Roberto Restrepo Ramírez.

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