Judith Sargentini, eurodiputada holandesa de los verdes, es de convicciones firmes, híspedas, empeñada en que prevalezca el estado de derecho. En septiembre de 2018 firmó una resolución condenatoria sobre las violaciones de derecho en Hungría por Viktor Orbán, por haber cruzado la línea roja del artículo 2 del tratado de la Unión Europea, que habla de los valores básicos dentro del bloque, entre los que destaca el respeto a la dignidad humana.
Orbán recibió la noticia en el atrio de la basílica de San Esteban, en Budapest. Sufrió un acceso de ira y su aplomo hecho de mármol se descompensó. Es un ataque contra Hungría, recitaba, contra nuestros valores nacionales; pocas veces se le había visto así desde que llegó al Palacio Sándor en 2010. Antes fue primer ministro entre 1998-2002. Ya asumió que los medios europeos se refieren a él como autócrata y xenófobo. Extrae fuerza de ello, y se convence más de la autonomía de sus ideas.
Es firme en cuestionar los pilares comunitarios. Su norte es preservar el espíritu húngaro. Para lograrlo quiere ‘niños húngaros’, a través de subvenciones a mujeres menores de 40 años que se casen por primera vez. Así frena el envejecimiento demográfico. En 1980 Hungría tenía 10.7 millones habitantes. Expertos dicen —¿verdad?— que para 2070, dicha cifra podría ser de 6 millones. Con lo cual se agarra a su idea madre: aceptar migración es claudicar. “No queremos solucionar el problema de la natalidad decreciente con extranjeros, como otros países occidentales”. Pero esas subvenciones, por tener hijos, son únicamente para ‘madres casadas’. Repito, solo madres casadas. Hace tantísimos años una revista famosa publicó unas fotos del primer ministro Olof Palme dándole el biberón a su bebe. Fue una lección al mundo.
Incesante en desprestigiar a la UE, a la que presenta como el lobo de la sociedad. En un discurso con motivo de un encuentro del grupo Visegrád, en marzo de 2018, culpaba a Bruselas por querer diluir, cambiar la población de Europa, sacrificando ‘nuestra cultura, todo lo que nos distingue en tanto que europeos’. Este tono lo llevó a obtener un formidable éxito en las elecciones al Parlamento Europeo de 2019, ganó 13 de las 21 curules que Hungría ocupa en Estrasburgo, con la retórica de ser el salvador de lo húngaro. Igual que Matteo Salvini con su slogan, Prima l’Italia. Esto le hace ganar adeptos entre los húngaros, convencidos que para controlar el espectro político de la UE, lo mejor es quien garantice los valores y la identidad nacional, que Orbán cultiva con fervor en su jardín.
Sabe distribuir la ambivalencia que mejor se adapte a sus circunstancias. No le interesa una dictadura totalitaria. Abjuró de lo staliniano. Tampoco es un ideólogo nacionalista, del tipo Umberto Bossi, fundador de la Lega Norte en Italia. Su poder es de un tipo particular —dice Gaspar Miklos Tamas— informal, fluido, instintivo, dejando mucho a la improvisación (uff… qué de analogías con míster Trump). Se adhiere y potencializa su indignación contra Europa, los extranjeros, el liberalismo, admira a los hombres contundentes —¿por qué no a Vladimir Putin, siendo él un anticomunista?—, los sistemas autoritarios, el conservadurismo radical. Al final de todo esto Viktor Orbán encarna el espíritu de los tiempos. Y él mismo se convierte en un precursor. El portador de un mensaje, que conlleva misterio, magia, al que por tanto se debe mirar con la admiración que despiertan los genios. Si es que hay genios y si son dignos de imitarse. Hungría es un Estado de partido único legitimado democráticamente. Una democracia antiliberal, como él la denominó en 2014. El presidente alemán Frank-Walter Steinmeier critica ese concepto político de Orban: la democracia es liberal o no es democracia.
Esos arrebatos orbanistas se reflejan como rayos luminosos y benefactores en Polonia, República Checa, Eslovaquia, donde son recibidos como las amapolas en primavera. Juntos, los cuatro conforman el llamado grupo Visegrado, hacen frente común contra Bruselas. En 2016 el líder polaco Jaroslaw Kaczynski se pavoneaba diciendo: estamos aprendiendo de él. Allí, en Centroeuropa estos líderes fagocitan las neuronas de sus pueblos izando en sus picas la cabeza de Bruselas, al igual que el pueblo francés levantó con arrobo la de la mártir María Antonieta. Los pueblos necesitan ver alguna cabeza ilustre, fuera de su sitio habitual, para calmar la sed de rencor y apaciguar el deseo de comerse a dentelladas unos a otros.
Si en Centroeuropa se le admira, en el seno de la UE más bien se le mira con recelo. Eso se ve en los fondos de cohesión, financiación europea para infraestructuras de países miembros con rentas nacionales por debajo de los parámetros. Tanto a Hungría, como a Polonia, la Comisión Europea les ha advertido que, en caso de no respetar el estado de derecho, le suspendería el acceso a la financiación. En mayo de 2018 hay un tuit, bastante duro, del eurodiputado liberal belga Guy Verhofstad, que dice: "El dinero europeo debe utilizarse para mejorar nuestras economías nacionales y las de nuestros ciudadanos. No para beneficiar a la familia del primer ministro húngaro o para financiar un estadio de fútbol en su circunscripción electoral. Esa no es manera de utilizar el dinero". También los socialistas europeos acusan a Orban de beneficiarse junto a su familia de contratos públicos subvencionados, donde sólo se presenta un único licitante. Ante estos señalamientos el gobierno húngaro, con su ministro de Asuntos Exteriores, Péter Szijjártó, objeta que se trata de una maniobra política dirigida contra unos gobiernos que no gustan en Bruselas. “Es una forma de hacer chantaje político”.
Es un lenguaje que revela las fricciones y lo complicado que es la convivencia de las distintas sensibilidades de los 28 países miembros. La gobernanza del bloque euro exige mucho temple para federar esos choques nacionales. Viktor Orbán fue formado en los principios del comunismo, que él mismo rechazó en sus inicios políticos. En una conferencia dada en el instituto de Ginebra —1 diciembre 2017—, el filósofo Miklos Tamas, contaba que, para controlar mejor el país, Orban debilita las instituciones: el parlamento, la justicia, los medios, las universidades, los museos, los archivos. Este proceder es algo que recuerda al centralismo democrático, de sabor marxista-leninista. Que inició al ganar las elecciones del 2010 con la modificación de la Constitución.
Para afianzarse en el poder abrió varios frentes de batalla. Mencionemos solo dos. El primero, contra el multimillonario y filántropo húngaro, George Soros. Lo presenta como enemigo de Hungría. Gracias a la beca Fundación Soros, Orban estudió un año en Oxford. El 23 de mayo pasado, el diario germano Bild lo entrevistó y a una pregunta sobre Soros respondió: “Aquí el problema son ONG (de Soros) que son financiadas de manera poco transparente y que sirven a intereses políticos”. Es la teoría del que no está conmigo, está contra mí. El segundo, según los estándares de la UE, es el pionero del Estado de partido único. Orbán quiere copiar el modelo del partido comunista chino de Xi Jinping. Trasplantarlo a la Europa de la democracia, Estado de derecho, libertad de expresión, de prensa.
Orbán sin la UE no sería nada. Gracias a los Fondos para el Desarrollo, Hungría ha mejorado su agricultura. Del presupuesto UE Hungría recibe anualmente 4.000 millones de euros, de los cuales invierte en fondos agrícolas $ 1.464 millones de euros. Todos los países reciben Fondos de la UE. Francia recibió en 2017 fondos por 13.500 millones y de ellos destinó al fondo agrícola $ 9.151 millones de euros. Francia es con diferencia el país de la UE que más fondos agrícolas recibe. Lo que no está mal, ¿verdad, monsieur Macron?
Bild, en su entrevista le preguntó: la UE quiere unirse para luchar contra China y Rusia, ¿pero usted sigue su propio camino? Esto dijo el líder húngaro:
“Veamos los hechos. Las sanciones a Rusia (Crimea, Ucrania) han llevado a un comercio creciente entre Alemania y Rusia. Incluso se construyó el gasoducto ruso que llega a Alemania. Al mismo tiempo las exportaciones de Hungría a Rusia disminuyeron en 8.000 millones de euros. Desde mi punto de vista, parece que los grandes países europeos nos han expulsado del comercio de centro Europa y ellos han tomado nuestros lugares. Y todo esto ha sido llamado sanciones”.
Toca Orbán una patata caliente: Alemania como factor perturbador. Que será motivo de otro artículo. Que se podría resumir en el antiguo dicho: el pez grande se come al chico. Ya mismo, Orbán se enfrenta a un dilema: el grupo PPE, mayoritario en el Parlamento Europeo suspendió (marzo 2019) a Fidesz, el partido de Orbán, la membresía, por los ataques de Orban a Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea. Ahora, después de su triunfo en las elecciones del Parlamento Europeo, Viktor Orbán tendrá que definir, si rectifica y vuelve al PPE; o si se alía —asunto difícil de creer— con Matteo Salvini, de Italia.
El olfato de Orbán es muy desarrollado, para dar pasos inciertos. Ahí reside su poderío. Aquel día que Judith Sargentini dijo que Orbán mantenía su ‘discurso de odio’ hacia los inmigrantes. El líder húngaro —calvinista— se dio media vuelta en el atrio, e ingreso de nuevo a la Basílica de San Esteban. Se puso frente al ícono de Esteban y meditó largamente, frente al santo, y recordó cuando San Esteban fue apedreado y murió por sus ideas.