Una de mis primas me contó que en una cena con sus excompañeros de universidad estuvo a punto de levantarse de la mesa, indignada, cuando uno ellos de forma arrogante afirmó que ‘el desarrollo del país se lo estaban tirando cinco negros’. Este personaje representa una tendencia peligrosa —replicada de forma masiva por los medios— que sugiere negar cualquier alcance a las consultas populares sobre industrias extractivas en nombre del ‘interés general’. Artículos de opinión apocalípticos hacen énfasis en que por culpa de una minoría se disminuirían los ingresos del Estado, se disminuiría la inversión extranjera y se llegaría al desabastecimiento interno de combustibles; pero a sus autores poco parece importarles las afectaciones sociales y ambientales que sufren directamente las comunidades de los lugares donde se desarrolla la actividad, así como tampoco les importa que la misma gente haya decidido de forma libre que no quiere cambiar su forma de vivir.
¿Cuántas atrocidades no se han cometido valiéndose de la frasecilla ‘el interés general prima sobre el interés particular’? En una democracia moderna la mayoría no puede aplastar a las minorías. Tampoco se trata de que las minorías aplasten a las mayorías. Pero en todo caso, debe estar por fuera de cualquier duda que las desigualdades reales y la vulnerabilidad de las comunidades ante las industrias extractivas tienen un peso significativo a la hora de resolver el conflicto de intereses entre la Nación, las empresas y los directamente afectados. Un tema como el de las consultas populares sobre industrias extractivas requiere, entonces, la valoración del ‘interés general’ en términos cualitativos, más allá de un simple cálculo matemático de cuántos ingresos deja de percibir el Estado o cuántos fueron los votantes de las consultas.
Olvidan pues los representantes del mainstream que, aunque los minerales y el petróleo pertenezcan a la nación, el trabajo en superficie no solo afecta enormemente a las comunidades en su modo de vida sino puede llegar a cambiarlo: alteración de las fuentes de empleo y de servicios, inmigración en las áreas donde se desarrolla la actividad, establecimiento de comerciantes, inflación de precios, corrupción, prostitución, imposición sobre predios privados y áreas comunes de carreteras, torres de energía, oleoductos, minas a cielo abierto, campos de petróleo, plantas de energía y transformación, padecimiento del ruido constante que supone el paso de carrotanques, agrietamiento de casas por el tráfico de maquinaria pesada y hasta restricciones de la libertad de movimiento por normas de seguridad industrial, entre otros.
No menos cínico es ignorar riesgos ambientales de las industrias extractivas. Aún en Estados con una capacidad reguladora estricta y eficiente como los Estados Unidos, los desastres ambientales ocurren. Basta con mirar unos años atrás los cerca de 5 millones de barriles que contaminaron el mar del Golfo de México (el caso del Deepwater Horizon). En nuestro caso, para no ir muy lejos, creo que todos recordamos con tristeza el tizne del carbón en las costas del mar de Santa Marta. No menos importante es la incertidumbre sobre los efectos ambientales negativos de la operación diaria: la contaminación del agua, el mal uso de la tierra y ni qué decir del fracking.
El ideal sería que las comunidades, las empresas y el Estado llegaran a un consenso sobre cómo se debe ejercer la industria en cada caso particular. A este respecto, es bien conocido en la teoría económica que las compañías operadoras deben internalizar los costos ambientales y sociales de su actividad. Sin embargo, parece que el cumplimiento de obligaciones (compensaciones) de tipo ambiental y social —tal como se ha venido ejecutando— no es suficiente para satisfacer las expectativas de la comunidad. La visión cortoplacista de las empresas de invertir lo mínimo en la comunidad se les devuelve como un efecto bumerang. La ineficiencia de las autoridades locales y nacionales para gestionar los proyectos sociales impulsados con fondos de las empresas, aunada a la corrupción a todo nivel -privado y público- ha hecho que el desarrollo que promete la industria no sea actualmente más que una quimera.
Ante este escenario desolador y la falta de consenso hay tres caminos paralelos a seguir. El primero —desde el ámbito político— es reconocer la situación mediante legislación que dé competencia a la rama judicial para decidir de forma sumaria los casos del ‘No’, haciendo énfasis en que todos los intereses económicos y no económicos deben ser tenidos para tomar decisiones en cada caso concreto. El segundo —desde el ámbito administrativo del Estado— es exigir mayor inversión social a las empresas y asegurar una mejor gestión de estos recursos por parte de las autoridades locales con el objeto de lograr realmente desarrollo en las comunidades. El último —desde el ámbito empresarial— es diseñar y cumplir programas de responsabilidad social a largo plazo que apunten verdaderamente al mejoramiento de la vida de la comunidad y, consecuentemente, abandonar la estrategia de garantizar la operación mediante ‘pan y circo’ y/o corrupción.
Ridiculizar —como la hace el mainstream— la posición de ambientalistas, ONG y Cortes; tildar de ignorantes a los votantes o predecir un futuro apocalíptico, ensombrece el debate. El peligro de solo mirarnos el obligo desde Bogotá, dándonos espaldarazos en foros mientras tomamos Hendrix con pepino para llegar a la conclusión simplista que son ‘cinco negros los que se tiran el desarrollo del país’, es sepultar el complicado dilema subyacente de cómo balancear los intereses que están en juego y la relación entre empresas del sector, comunidades y Estado. Una conclusión tal solo logra que el ‘interés general’ esté cada vez más lejos de nuestro alcance.