Nunca habíamos vivido una pandemia como generación al mismo tiempo víctima y testigo. Todo lo hasta ahora conocido lo habíamos visto en la historia de la humanidad, leído en las estadísticas de mortalidad o a merced de la ficción del cine o la literatura. La de la Gripe A (H1N1) entre 2009 y 2010 no tuvo tanto despliegue ni miedo como la actual del coronavirus.
La fragilidad de una especie dominante, contada desde su superioridad y desde la desesperada atalaya de papel, frente al incendio que lo ronda, ahora se convierte -él mismo- en una cerilla encendida que tiene los segundos contados.
Pero seguramente el escenario de las probabilidades (tanto el del aleteo del murciélago) como el de las certezas (la ciencia derrotando a un enemigo invisible), contarán con la efímera posibilidad de que ambos -virus y humanos- salgan victoriosos y derrotados al mismo tiempo.
La pandemia del covid-19 ha sacado a flote muchas cosas que los humanos daban por perdidas en medio de la complejidad de la vida conectada al mundo y desconectada con los hogares que aún sirven de viejos referentes de morada.
El humano se acordó que viene de una cueva, que pertenece a un clan con nombres y apellidos sonoros, los cuales, al escucharlos en el viento, le evocan los primeros gritos de defensa y cohesión en la vieja tribu que desafiaba a los tiempos iniciales y lo instaban a reunirse en grupo para sobrevivir ante la feracidad de la naturaleza.
Pero también la pandemia le ha hecho salir lo que más lo caracteriza en su individualidad y entereza biológica: mezquindad para salvarse él y solo él. Poca solidaridad para con el prójimo y acabar innecesariamente con todo lo que pueda comprar -sin tener en cuenta al otro-. Privilegiar lo material y financiero, antes que lo inanimado y beneficioso en colectividad. Pensar que si él -el individuo- se salva, es lo único importante; olvidando que él, es sólo eso, si el resto lo reconoce y puede en un futuro abrazarse llorando de felicidad porque sobrevivieron juntos, y también expandir el miedo tan rápido como los invisibles virus que combate.
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También hay postales de esperanza: en las calles veo parejas caminando agarradas de las manos, infectados de amor, mientras el mundo está contagiado de miedos y angustias
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Pero también hay postales de esperanza: en las calles veo parejas caminando agarradas de las manos, infectados de amor, mientras el mundo está contagiado de miedos y angustias. Otros, en los remotos desiertos de felicidad del planeta, ni se han enterado que hay un enemigo en el campo de batalla, viajando en un estornudo. Seguramente se despertarán un día y preguntarán porque hay tanto silencio en el mundo y lanzarán un grito de victoria.
El miedo a la muerte es una condición para aferrarse a la vida. Solo que ahora lo estás presenciando en lenta secuencia de cerilla encendida y esa misma cerilla tiene tu cara angustiada.
Coda: aprender a estar solo o en compañías que tu misma condición de solitario digital te habían obligado a olvidar, es todo un desafío más complejo que la misma lucha contra el covid-19; los humanos están conectados con todo el universo, y el universo pasa cuenta de cobro cuando es despreciado por la arrogancia.