En recientes días, se conmemoraron diez años del mayor hito de la corrupción en Bogotá.
Todo comenzó con el triunfo electoral de Samuel Moreno Rojas, por una alianza entre sectores de la izquierda democrática, independientes y de derecha, que posteriormente garantizó su gobernabilidad en el cabildo distrital con la conformación de una coalición de la clase política para apoyar al alcalde electo; apoyo que no fue patriótico, como no lo fue en su momento el apoyo de la Cámara de Representantes a Ernesto Samper en el otro hito histórico de la corrupción, el proceso 8000.
Así el gobierno de Samuel Moreno y sus secuaces estructuraron una empresa criminal que se concertó para capturar mediante prácticas clientelistas los principales cargos directivos de las entidades distritales de mayor interés para sus intereses. Y, de otra parte, se planearon y ejecutaron los contratos que permitieron finalmente el robo multimillonario a las arcas de la ciudad que fueron a parar a los bolsillos de los distintos actores de esta empresa criminal.
Si bien es cierto que la fiscalía y la justicia ordinaria lograron determinar algunos autores intelectuales y materiales de estos delitos contra la sociedad, no cayeron todos los implicados que participaron en las distintas fases de esta empresa criminal. Faltaron muchos que hoy son parte de los nuevos ricos de la ciudad y, lo que es más patético, muchos que siguen gobernando en cuerpos ajenos.
Mientras los cargos directivos del Estado obedezcan en su nombramiento a lógicas clientelistas, existirán estos riesgos de que sean capturadas por empresas criminales para propósitos de enriquecimiento ilícito de sus autores.
Otro elemento que ha pasado desapercibido por los medios periodísticos e investigativos es que esta empresa criminal buscaba a medio plazo llegar a la presidencia en representación de una aparente clase política alternativa.