A mediados de los años ochenta Bogotá tenia 4,236,490 habitantes, y en esa época con excepción del norte -que a duras penas llegaba hasta la 151-, la soledad y la candelaria, no era muy fotogénica que digamos, mejor dicho, era fea. Solo basta con ver en RTVC play el documental la guerra del centavo (1985) de Ciro Durán, para constatarlo.
La ciudad estaba cooptada por la corrupción, los urbanizadores piratas tenían en su poder las entidades distritales claves para sus negocios, no existía el menor sentido de la pertenencia por la capital, la gente se parqueaba donde le daba la gana, los vendedores informales se ubicaban donde querían, un semáforo en rojo no significaba nada, ¿cultura ciudadana? Ni la menor idea que era.
¿Festivales de verano, al parque, estéreo picnic? menos, el Simón Bolívar era un potrero gigante cercado con el templete construido para la misa cuando vino de visita un papa, y ya.
Pero nos dábamos moral porque había ciclovía con su respectiva frase publicitaria: “Bogotá no tiene mar, pero tiene ciclovía”, y por ciertas partes donde existía la medida, era un poco surreal ver a mujeres con el maquillaje corrido, en tacones y amanecidas tomando juguito de naranja en los -aun sin ese nombre-, “puntos de hidratación” junto a ciclistas recién bañados y bien descansados en monareta. Solo en Bogotá, podría ser más bien el eslogan.
Digo esto porque si había vida nocturna, o la lúdica diría un sociólogo o rumba dura, mejor dicho, en esa época: Los rumbeaderos de salsa pesada en la Macarena como La Teja Corrida, o discotecas como Keops o jazz en las rocas en el norte, pero no había nada masivo que congregara multitudes gratis.
Entonces los costeños gomelos que estudiaban en la Javeriana o en la Sabana cada vez que se celebraba el carnaval de Barranquilla, se les ocurrió por pura necesidad, hacer su propia celebración paralela a 2.600 metros y se tomaban la carrera 15 para ello.
Nada fue organizado ni con permiso de ninguna alcaldía menor, ni localidad -no existían como tal-, pura espontaneidad, pero como dirían hoy día, llegó la “apropiación cultural” entonces a los rolos les llamó la atención el asunto y se unieron a la celebración. El problema es que esos rolos eran los famosos billis del norte. Después ya en los inicios de los 90 se unió todo el mundo -me incluyo ahí-.
Entonces los billis le incorporaron obviamente, su sello personal a tan magnánimo evento: la gaminada, el tropel y el bonche.
He aquí una perla:
Mauricio Bravo el hijo de los dueños del jardín infantil John Dewey, andaba desde su van Ford econo line, esas que tienen una puerta deslizante tirando harina y huevos al que le cayera, con tan perra suerte que le cayó esa mezcla a Esteban Araque, el mítico Billi.
Bravo le da la vuelta a la manzana para volver a hacer lo mismo y cuando deslizó la puerta para hacer la descarga, Esteban lo esperaba con una bolsa llena de basura con los lixiviados goteando y que, con gran puntería y anticipación, le entró directo a la van de lleno y estallaron adentro basura y los líquidos de los desperdicios.
El parque de la 98, donde quedaba un Presto y el de la 106, eran los puntos de reunión y desfogue colectivo, pero ya no solo se gamineaba en febrero sino cuando había logros deportivos
El parque de la 98, donde quedaba un Presto y el de la 106, eran los puntos de reunión y desfogue colectivo, pero ya no solo se gamineaba en febrero sino cuando había logros deportivos, de fútbol, para ser exacto. En el 89 Nacional gana la Copa Libertadores y esa final se jugó en el Campin, dijo la Conmebol dizque porque el Atanasio de Medellín no tenía suficiente capacidad de aforo, ajá, claro. La versión no oficial era tratar de quitarle de las garras la final a Pablo Escobar.
El caso es que la ciudad se llenó de paisas, incluida la carrera 15, y fue la única vez que los billis se sintieron sobrepasados en número. Se quedaron calmados y al margen de la celebración.
Cuando clasificamos a Italia 90, vuelve y juega: harina, basura, botellas de aguardiente y ron (de vidrio), y huevos volaban en todas direcciones, pero pasó, o mejor, nunca pasó algo muy curioso: nunca hubo saqueos a comercios ni nada conocido hoy como vandalismo. En los disturbios de 2021 si pasó eso porque no se celebraba, se reclamaba salir de la miseria y la exclusión, no había alegría sino ira.
En el 93 con el bendito 5-0 fue un pequeño Bogotazo, muertos y todo se salió de madre, la gente botaba desde los pisos altos botellas de vidrio, carros volteados, mis recuerdos son borrosos porque yo, al igual que todo el país, ya andábamos borrachos con el 2-0 nada más.
Me devuelvo a 1998 para hablar de algo importante en la capital: El concierto de conciertos, Andrés Pastrana, el alcalde rockero dio permiso para usar el Campin en lo que sería el primer evento musical masivo en Bogotá, se pagaba boleta para entrar y lo hicieron setenta mil personas, muestra más que fehaciente que la gente pedía a gritos un evento de ese tipo.
Pero como yo no fui, y si vi las imágenes después puedo decir con algo de objetividad: Elsa de la banda pasaporte, (bastante regularcita, por cierto), si sintió esa primera euforia de la gente y le salió del alma el famoso grito de, Bogotá del putas, Bogotá.
Eso fue importante como el primer atisbo del sentido de pertenencia de la gente hacia la ciudad que tanto odiaba, la Bogotá del Joker I, la ciudad Gótica del caos, la corrupción y la anarquía-pero sin Batman- que describo al principio.
En los cortos pero divertidos planos de reacción de la gente en el concierto, parecía como una gigantesca sesión colectiva de fisioterapia para tullidos. Los rolos aprendiendo a bailar Rock en español, se autodescubrían el cuerpo tratando de moverse, de comprender como era el asunto. Mtv lo tenía menos del 1 % de la población, es decir, no había referencia alguna para saberlo con anterioridad. Divertidísimo, repito.
Después llega Mockus y la cultura ciudadana, y pues gracias en parte, señor exalcalde por enseñarnos cosas que necesitábamos para convivir medianamente. Pero, por otro lado, el lituano cortó el pasto a la misma altura, es decir, nos tocó un papá civilizador que creía -y creo que aún piensa así- que llegó en misión divina a educar a un montón de salvajes con taparrabo, y pues, no todo el mundo era así había civilización dentro del caos (artistas, profesores, cineastas, antropólogos etc). Por algo fue por lo que a Bogotá le pusieron la Atenas Suramericana.
Y entonces empezó a hacer experimentos sociales como quien juega con ratones en un laboratorio: Los hombres salen los jueves a rumbear, y las mujeres los viernes (¿?).
Y la prohibición de acabar la vida nocturna a la 1am, la famosa hora zanahoria que dio inicio a los famosos afters sobre los cuales, este su humilde servidor, escribió una crónica de dos partes en esta misma revista digital.
Ver: Cuando la música electrónica derrotó al chucuchucu en Bogotá
Así inició la movida electrónica bogotana: la generación del éxtasis-parte 2