Hace sesenta años todavía eran tan bravos que los pasajeros de los aviones que transitaban por el aire la espesa selva del Catatumbo, afirmaban verlos tirar flechas a los D-C 4 que por ese entonces volaban muy bajo, driblando montañas. Nada pudo aniquilarlos ni los capuchinos que fueron hasta su territorio a conquistarlos a punta de biblias y plegarias, ni los conquistadores de frondosas barbas y espadas relucientes.
Tuvieron que pasar siglos para que otra colonización, esta vez más tecnificada, cruel y numerosa viniera a asentarse en su suelo sagrado no solo para fulminarlos a punta de viruela, veneno y perros rabiosos sino a extraer los tesoros que desde la formación del mundo guardaba su tierra.
A comienzos de la década del 20 llegaron los primeros gringos amparados por el contrato Chaux-Folson por el cual el gobierno colombiano le entregaba en concesión a las multinacionales Colpet y Gula el derecho a explotar petróleo en un área de 186.805 hectáreas. Poco o nada le importaría a lo que se conoce como la Concesión Barco que este territorio fuera el corazón del pueblo Barí.
Los aborígenes, aún sin entender si esos hombres altos, de ojos del color de la esmeralda y cabellos dorados habían salido del infierno o de la más oscuras de sus pesadillas, tuvieron que ver como ellos, con la fuerza de sus máquinas devastaban la selva y desparramaban en ella esas máquinas que como aves de acero rompían la tierra para extraer su sangre.
Sobre esas casi doscientas mil hectáreas se instalaron una refinería y 38 pozos de producción de crudo. De todas partes del país llegaron campesinos que desesperados por los jornales de hambre a los que eran sometidos por los latifundistas del interior del país, se internaban en él Catatumbo, ese exuberante universo donde la malaria, los rayos y los indios eran los amos. Aunque esto cambiaría rápidamente.
Los forasteros tumbaron los árboles, drenaron los ríos, destruyeron montañas y crearon un pueblo cuyo único fin era contar toda la ganancia obtenida de la explotación de un suelo sagrado y ajeno. No importaba el calor, ni la tosquedad de las casas de los aldeanos que contrastaban con las lujosas edificaciones donde vivían los ingenieros norteamericanos. Los tres mil forasteros que habitaron las primeras casas de Tibú no pensaban quedarse por mucho tiempo. Estaban de paso, con la firme voluntad de sacar una fortuna y largarse. Como hacían los gringos.
3.000 aventureros fueron los primeros habitantes de Tibú. Los gringos los miraban desde sus casas debidamente equipadas de aires acondicionados. Estaban allá afuera, hambrientos, sedientos… baratos. Mano de obra obediente y agradecida. Fichas que podrían caer fácilmente cuando en medio de la selva los sorprendiera una flecha Barí.
Porque entre el monte ellos siguieron resistiendo, luchando, frenando la creciente y voraz colonización campesina, financiada por supuesto por los ricos salarios de la Colpet. Cuando los indígenas se dieron cuenta que la guerra los empezaba a diezmar alarmantemente, decidieron usar la diplomacia. Por primera vez pidieron ser escuchados por el gobierno y este les concedió un papelito donde se constaba que todo ese territorio, sobre el cual las multinacionales cercaban constantemente, era una reserva forestal nacional. La serranía de los motilones estaba a salvo.
Durante cerca de un año los Barí vivieron en paz. Entonces pudieron volver a cazar, sentir con su cuerpo ese río impetuoso que ellos dominan a voluntad. Confiaron en que el apetito de los invasores podía tener límite. No sabían que en occidente el Dios que más se anhela es el que viene incrustado en las morrocotas de oro.
Gente muy bien pagada de la Colpet envenenaron el agua que bebían y la sal con la que condimentaban la carne que cazaban. Trabajadores de conciencia tranquila sabotearon los controles sanitarios y entonces la lesmaniasis, la tuberculosis y la malaria devastaron a la población indígena como había sucedido 500 años atrás.
Esa es la razón por la cual ellos, de todas las figuras geométricas admiran más al círculo. Todo es cíclico. La historia del universo no es más que una serpiente mordiéndose la cola.
Era la década del sesenta y la presión de las petroleras fue tanta que el filólogo e investigador noruego Bruce Olson, quien fue el que hizo visible en el país en el mundo a esta tribu de guerreros y quien llevaba algunos años conviviendo con ellos fue sacado del Catatumbo. Aún hoy a sus 72 años sigue brindándoles la asesoría necesaria a su larga y ardua lucha.
Cansadas y gordas de crudo la Colpet y la Gula se largan del país hinchadas, dejando una estela de sangre y oro negro. Entre la década del 70 y el 90 el gobierno le da territorio Barí a la Mannesman para que exploten a su antojo. Entonces viene la segunda ola de campesinos sedientos de dinero y gloria. Los Barí empezaban a darse cuenta de que ellos no importaban, que cualquier voz sería silenciada y que al paso que iban los tiempos ellos serían borrados de la faz de la tierra.
Esta ola de colonización tuvo un nuevo componente que se acentuaría a principios de la década del ochenta. Empezaron a llegar los ejércitos de las FARC, el ELN y el EPL, por consiguiente detrás de ellos venía el ejército. Los Barí, un pueblo acostumbrado a pelear sus propias guerras ahora quedaba encerrado en un conflicto que no era de ellos, que ni siquiera entendían.
Desde la rivera veían flotar por el río sagrado un rosario de cadáveres hinchados, carcomidos por los peces. Se desmoralizaron, dejaron a un lado las flechas y las lanzas y se echaron a morir. Estaban acosados. En 1983 tan sólo les quedaba el 10 por ciento del territorio y su población no superaba las 1.500 personas.
Los resguardos frenaron el genocidio y aunque no murieron perdieron el alma. Los narco cultivos empezaron a germinar en su tierra desde 1996. Una tercera oleada de campesinos llegó para raspar la coca. La ofensiva paramilitar de 1999 hizo que muchos colonos se asentaron en su territorio huyendo de las masacres. Ya no tienen la fuerza para echarlos de allí.
Hoy en día los verdaderos dueños del Catatumbo tratan de sobrevivir soportando las vejaciones de sus huéspedes ingratos. Ante sus ojos siguen desfilando muertos, atropellos, movilizaciones. Ahora los colonos asentados en su territorio exigen que se declare esas miles de hectáreas como Zona de Reserva Campesina. La opinión de ellos no se les ha tenido en cuenta.
Aunque tienen miedo, mucho miedo, no piensan tomar ningún partido. Con dignidad seguramente intentarán hacer respetar su derecho a vivir en su suelo sagrado. Al fin y al cabo lo han soportado todo, la biblia, la espada, los virus, los pájaros de acero, el progreso y sus adeptos. En medio de su silencio tienen la férrea intención de vivir allí para siempre.