Decía en mi columna anterior que pocas veces ha quedado el país tan desnudo en sus miserias como en medio de estos ajetreos y trampas visibles y ocultas que han rodeado a estas elecciones en casi todos los niveles, pero especialmente en el entorno de sus protagonistas. Todo al parecer llega a su punto final el próximo domingo, pero sabemos que se abre un enigmático futuro para todos. Nadie sabe a ciencia cierta lo que va a pasar.
Tampoco recuerdo que nunca antes unas elecciones hayan provocado más desavenencias entre familiares y amigos que estas presidenciales. Uno no tiene sino que asomarse a los ventanales de la gran prensa y de las redes sociales, o preguntarle a la muchacha del servicio, o al jardinero, o al que hace los mandados, o acercar el oído a la pared del vecino, para dimensionar la magnitud del festival de buscapiés y minas quiebrapatas sembradas y circulando por todas partes.
Padres que han tenido que prohibir hablar de política en el comedor, la sala, el baño, la cocina o el patio de la casa porque han visto cómo la familia se ha convertido en un nudo de odios fratricidas entre uribistas y santistas; entre castrochavistas y neofacistas-paracos; entre comunistas obtusos y capitalistas salvajes; entre los que quisieran sentar desnudo sobre un bloque de hielo a William Ospina y entre los que quisieran hacerle cosquillas con una motosierra a Harold Alvarado Tenorio. Qué cosas, dos poetas, en un país en el que los poetas son los pocos que piensan. ¿Guerra sucia? Cuándo no.
Sé de casos de hermanos que se han ido de casa porque ha ido a visitar a los padres el hermano mayor que es uribista y trabaja en la campaña de Zuluaga; o tiene un puesto en el gobierno; o tiene aún pegado un afiche de Clara López en el vidrio trasero de su carro. O el suegro que ya vetó el novio universitario de la hija porque es petrista sin atenuantes y una vez llevó a su hija a las vigilias de la plaza de Bolívar. O las adolescentes que se cogieron por las mechas porque una colgó en el muro de la otra un fotomontaje denigrante de los hijos de Uribe. Y una vecina que envenenó la mascota de su tía política porque puso a todo volumen la perorata de Fernando Londoño sacando al aire los trapos sucios de Santos y de su familia. Y otro que está haciendo circular un correo con un dossier que jura contener todos los crímenes y delitos de Uribe. En fin. Todo lo que estamos viendo que ocurre es absolutamente fiel reflejo de lo que en el fondo somos como sociedad, como país. Una sopa de alacranes. Solo sentimos el rápido visaje del moscardón del odio y de la intolerancia rondando su zumbido sobre nuestras cabezas.
¿Qué hacer con los amigos y familiares que ahora piensan diferente y apuestan a un país que quiere estar en las antípodas de uno que apenas está en el deseo de muchos, de uno que solo es un ilusorio futurible? ¿Los desbloqueamos cuando ya pase todo? ¿Volveremos a invitarles a nuestras casas, nuestros convites, a nuestros sitios de internet y a nuestros blogs? ¿Los señalaremos y los venderemos cuando vengan las persecuciones? ¿Nos privaremos y les privaremos de nuestro afecto y nuestras pequeñas vidas porque perdimos o porque ganamos en una elección en la que era capital que todos estuviéramos juntos en el mismo lado?
Yo sigo pensando, sin embargo, que es doloroso que haya personas empecinadas en la guerra sucia. Que haya quien alquila inteligencias perversas para envenenar campañas con montajes de mentiras y calumnias; con experimentos de rumores; con falsas pruebas, o simplemente sin prueba alguna. Pero así son las cosas más allá de lo que nosotros mismos deseamos.
Lo que sí creo que no podemos seguir haciendo es tirarle más gasolina a lo que ya está prendido y a punto de estallar. O respetamos las opciones de los que han decidido pensar diferente de nosotros, o terminamos devorándonos entre los propios hermanos, entre los mismos amigos, entre vecinos de toda la vida. Poniendo por encima del amor, de la amistad, de la buena vecindad, toda la más visceral violencia del lenguaje, de los gestos, la baba verde de la diatriba, el puntapié blindado en el culo del otro, la mofa malévola sobre los pequeños y grandes defectos del que no está conmigo, pero que no está necesariamente contra mí.
Aunque respeto las reservas de conciencia, estoy convencido de que no es precisamente la hora de correr a refugiarnos en el cómodo burladero sartreano de “puesto que somos libres para elegir, elijamos no elegir”. En todo caso, es la hora de las decisiones.